Una búsqueda de unidad que se renueva página tras página
El autor de esta nota, escritor de ficción, considera que, a pesar de la variedad de soportes que han conocido los textos, la lectura se ha mantenido idéntica a sí misma a lo largo de los siglos
Es cierto que nos distraemos con pantallas sucesivas, mails irrelevantes, el ritual del zapping y el solitario en su versión difícil. No tengo Facebook y ni siquiera entiendo el concepto de "red social", pero sé que la mayoría de la gente pasa de una cosa a otra en fracción de segundos. Algún borroso conocido "ha subido una nueva fotografía" de sus vacaciones. A menos que haya pasado las vacaciones a bordo del Costa Concordia, es poco probable que tenga algún interés. Los más jóvenes suman a estas tentaciones los videojuegos que acechan en la Wii, en la PlayStation 3, en tablets, celulares y hasta en el microondas. Sé que todas estas cosas, múltiples y multifacéticas, se disputan la atención del posible lector y, sin embargo, me sorprende cómo no hemos dejado de aspirar –al menos en lo que a ficciones se refiere– a la unidad.
El imaginario –llamemos así a los rasgos generales que muestran las fantasías de una época– se ha comportado siempre de un modo muy caprichoso. Su única coherencia descansa en la contradicción. La literatura de ciencia ficción soñó desde la época de Julio Verne con viajes espaciales, pero cuando el módulo de la Apolo XI alcanzó la superficie de la luna, los viajes espaciales desaparecieron de la imaginación popular. Tremendas computadoras como la HAL de 2001: Odisea del espacio nos atemorizaron a los que nunca habíamos visto ni siquiera una Drean Commodore, pero cuando las máquinas llegaron a los hogares, se despidieron de la narrativa. La generación que nació conectada a las PC conoce a la perfección los avatares de Harry Potter, de El señor de los anillos y de Las crónicas de Narnia, pero nada de relatos sobre computadoras, asesinas o no. La ficción siempre trata de lo que no está.
A pesar de los distintos soportes, la lectura se ha mantenido más o menos idéntica a sí misma a lo largo de los siglos. Acaso el único cambio memorable haya ocurrido en el siglo IV: el paso de la lectura en voz alta a la silenciosa. En un famoso pasaje del libro VI de sus Confesiones, san Agustín se sorprende de que Ambrosio, obispo de Milán, lea en silencio. "Cuando leía sus ojos se deslizaban por las páginas y su corazón buscaba el sentido, pero su voz y su lengua no se movían." Leemos a veces en voz alta, sobre todo a los niños, pero la lectura es en esencia un silencio que ha durado siglos. Es probable que la capacidad de concentración se haya reducido un poco, pero eso es todo: los procedimientos mentales que exige un texto han sido los mismos a lo largo del tiempo. Es un trabajo y un juego; como trabajo es fácil y como juego, difícil. Y es sobre todo una búsqueda porque son pocos los libros que nos gustan, pero sobre todo, los libros que corresponden a ese día, a ese momento de lectura. La lectura no es un descubrimiento constante de la historia de la literatura: es un descubrimiento del momento en que vivimos, de la página que rime con el día.
Hay siempre en la lectura una búsqueda de la unidad. En los poemas es evidente por su laboriosa construcción de un instante, y también en los cuentos; pero aun en la novela, con la lectura discontinua que exige el género (leemos aquí o allá, bien despiertos o un poco dormidos, en casa o en viaje), sabemos que la experiencia verdadera está en encontrar, bajo las peripecias diversas, un centro para nuestra atención. Por variados que sean los episodios de una novela, sólo percibimos como irremplazables aquellas historias donde cada detalle colabora con la construcción de una figura única. Como si hubiera en los libros un símbolo escondido que sólo termina de ser dibujado en la última página.
Creo que esa misma búsqueda de unidad puede explicar inclusive la supervivencia del diario de papel. Si seguimos leyendo el diario, a pesar de que todo el mundo anda con tablets, teléfonos y computadoras portátiles, no es por sus ventajas sino por sus limitaciones. Frente a la versión digital tiene casi todo en contra, pero es lo que tiene en contra lo que lo ha hecho sobrevivir. Donde fracasa, triunfa. El diario en papel refleja nuestra aspiración por la unidad, esto es, lo acabado, lo que tiene principio y final, aquello a lo que nada se puede agregar. Cada noticia, aun las que refieren hechos que no han terminado, tiene su punto final. Las crónicas diarias deben ofrecer una visión cerrada de las cosas, sin actualización posible, aunque esa clausura sea una ficción, porque la vida continúa. No toleramos que todas las cosas estén ocurriendo, necesitamos que algunas hayan ocurrido, necesitamos huir del presente en permanente transformación, para comprenderlo bajo la forma de relato unitario.
Una de mis novelas favoritas es El tirador (1975) de Glendon Swarthout. Autor y libro olvidados por igual, a pesar de que su versión cinematográfica fue el último trabajo de John Wayne. Cuenta la historia de John Books, un pistolero de cincuenta y tantos años, que llega a El Paso después de ocho días de cabalgata para ver a un médico que lo salvó una vez. Es el año 1901, la reina Victoria acaba de morir y Books es el último de su especie. El médico le receta láudano y le dice que el fin está cerca. Books, que en principio no quiere que se sepa que está en la ciudad, al enterarse de que tiene las horas contadas se resigna a que la noticia corra de taberna en taberna. Hay muchos que sueñan con enfrentarse con John Books. Y él no habrá de decepcionarlos.
Al comienzo de la novela Books, para distraerse de su dolor, compra un diario:
Pensó: Éste es el último periódico que leeré. No compraré otro. Toda la vida los recorrí apenas con la vista, y nunca saqué todo lo bueno de uno solo. Bien, leeré hasta la última palabra de éste, y cuando termine sabré con seguridad qué ocurría en el mundo, el vigésimo segundo día de enero del año 1901.
Y lee del principio al final, día tras día, el mismo diario ya amarillento, hasta que parte rumbo a su último duelo. Nos gusta el diario por la misma razón que a este tirador: porque convierte un día en algo cerrado. Una unidad, un objeto, un relato. En el diario, un día es la metáfora de un día.
No podemos salvar a los personajes como John Books, condenados por la necesidad de la trama, pero podemos asistir al espectáculo de sus decisiones, al ejemplo de su libertad. Aunque existan los libros del tipo Elige tu propia aventura, sabemos que la literatura no funciona así, sabemos que toda decisión nuestra sobre el destino de los personajes es una impostación: nosotros elegimos el libro, que los personajes elijan lo demás. Esta fatalidad, sin embargo, nada tiene de fatalista. El cuento siempre habla de un mundo que cambia; la novela, de un personaje que cambia. Y los personajes cambian a partir de sus decisiones.
Recuerdo haber visto durante años en los carteles de la calle la publicidad de un curso de "Lectura veloz". Podemos aventurar que toda lectura, inclusive la más lenta, es veloz. Mucho más veloz que lo que nos exige la tecnología. Porque al leer un texto, aunque no sea de gran complejidad, necesitamos entrar en un mundo simbólico, descubrir el sentido específico con el que se usan las palabras, y a menudo aceptar la mirada de alguien muy distinto de nosotros. La velocidad de la lectura es de una clase muy especial: ida y regreso en un único viaje.
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