Una autobiografía encubierta
CARTAS A SUS AMIGOS Por Marguerite Yourcenar-(Alfaguara)-Edición: M. Sarde y J. Brami-Trad.: M. F. Prieto Barral-807 páginas-($35)
Son apenas trescientas, de las dos mil cartas examinadas por los recopiladores de esta selección. Un archivo pacientemente acumulado por la compañera de Yourcenar, la norteamericana Grace Frick, quien, al poner su vida al servicio de la escritora y de algún modo anularse bajo su sombra, a lo largo de cuarenta años preservó las copias al carbónico de las misivas originales, escritas casi siempre a máquina porque Marguerite desconfiaba de su propia y muy personal caligrafía. Grace registró con minucia, en cada caso, las circunstancias del envío y ocasionalmente añadió algún dato complementario: llegó al colmo, al copiar los textos de las tarjetas postales (el modo más breve y expeditivo usado por Yourcenar para despachar simples acuses de recibo o comunicaciones urgentes), de señalar exactamente, con una barra, dónde terminaba cada párrafo del original. De vez en cuando en las copias aparecen también anotaciones laterales de puño y letra de la novelista-memorialista, empeñada en perfeccionar al extremo estas huellas que deliberadamente señalan a los estudiosos de su obra el camino por seguir.
En efecto, dicen en el prólogo Michéle Sarde y Joseph Brami, "es así como Marguerite Yourcenar nos advierte acerca de todo, nos hace saber por diferentes medios que el camino que conduce hasta ella, a su obra, a su vida, no está pavimentado sino con las piedras que tuvo buen cuidado de colocar intencionadamente para nosotros". Porque así es "tal como ella se veía y quiso que la vieran sus corresponsales". Y, cabría agregar, la posteridad.
Gracias a la intención de Yourcenar y a la devoción de Frick (quien pasaba a máquina todo lo que Marguerite escribía a mano cada día: cartas, cuentos, novelas, ensayos, proyectos) se dispone hoy de este tesoro, conservado en la Biblioteca Houghton de la Universidad de Harvard, por voluntad de la escritora. Ella dispuso que una parte de la documentación permanezca bajo llave, inaccesible al público y aun a los eruditos que estudian su obra, hasta medio siglo después de su muerte, o sea, el año 2037.
Sarde y Brami (asistidos en su tarea por Elyane Dezon-Jones) sugieren que esta correspondencia es "una especie de diario intermitente". Es en verdad mucho más: una autobiografía encubierta. No debe descartarse que tal fuese también uno de sus objetivos al propiciar la minuciosa labor cotidiana de Grace. Este primer volumen (habrá otro, para las cartas enviadas a personas no vinculadas a su intimidad pero que le escribían por diversos motivos y siempre recibían respuesta) recorre, en una lectura lineal, prácticamente todas las etapas de una vida que, al decir de su biógrafa Josyane Savigneau, fue prolijamente "inventada" por alguien tan seguro de su talento como para rozar, con displicencia, la altivez ("¿Cuándo me he preocupado yo de saber si los demás se preocupaban o no?", afirma en una carta a Jean Chalon, del 19 de junio de 1971). Alguien tan convencido de su importancia como para asegurarse de dejar un monumento, un tombeau , para decirlo con un antiguo y bello vocablo francés, frente al cual se descubrirían con respeto las generaciones futuras.
Como en un resumen de las memorias agrupadas en su obra póstuma (e inacabada), la trilogía titulada Archivos del Norte , aparecen aquí las figuras señeras del padre - el culto, libertino y frívolo Michel de Crayencour, que dejaría en Marguerite una huella imborrable-, Jeanne de Vietinghoff (la amiga de la madre muerta apenas nacida la niña y a quien Yourcenar adulta atribuirá el haber reemplazado a aquélla al punto de suponer que habría sido amante de Michel), la nodriza, Camille Letot, que moriría muy vieja y fue destinataria de muchas de estas cartas, acaso las más conmovedoras. Y luego, los primeros amores, platónicos, pese al apasionamiento de la escritora: el psicoanalista y erudito griego Andreas Embirikos, alrededor de quien se tejieron, al parecer, las incandescentes páginas de un libro temprano, Fuegos (1936), y André Fraigneau, su mentor y constante apoyo editorial. A menudo se menciona, como es natural, a la devota Grace, fallecida en 1979; y de vez en cuando, en los últimos años, al objeto de una infatuación casi senil, el joven Jerry Wilson, que tanto la hizo sufrir y que murió también, de sida, en 1986.
Lo más fascinante es, por supuesto, seguir, como en un cuaderno de bitácora, la morosa y compleja escritura de sus libros, obsesivamente corregidos y a menudo reescritos a lo largo de muchos años. Yourcenar, ubicada por su formación y por su honda vocación humanista en la cumbre del clasicismo grecolatino, se exige a sí misma, sin cesar, una perfección estilística lindera, a veces, con el exceso de virtuosismo. Aspira, sin duda, a la concisión suprema de Racine, pero el cincelado de la prosa la acerca a Chateaubriand. ¿Marguerite Yourcenar, aspirante a clásica, sería una escritora romántica? Es una hipótesis que tal vez algún estudioso de la literatura podría desarrollar.
Un rasgo muy evidente es la casi completa carencia de humor, no en la vida, donde podía ser ferozmente cáustica, sino en la obra. Influye en esto, sin duda, la vocación didáctica, volcada en una severidad que, al parecer, según testimonio de quienes la trataron, se traslucía hasta en su apariencia física. Más bien baja y robusta, imponía no obstante una majestuosidad comparable a la de otra mujer de contextura similar: la reina Victoria. De altiva -no de altanera- la califican Sarde y Brami, quienes le atribuyen "ciertos indiscutibles prejuicios de casta". Lo que la acerca, aunque es su contracara exacta, a otra escritora famosa, la dinamarquesa Karen Blixen, alias Isak Dinesen. Pero, lo mismo que ésta y como persona auténticamente noble (pertenecía a una familia de la pequeña nobleza flamenca), Marguerite sabía alternar con toda clase de gente, sin ofender a nadie. Sentenciosa, lo era, sin duda, y su correspondencia abunda en sentencias, las más de ellas memorables y dignas de ser anotadas, así como los consejos a los escritores noveles: ésta es la clase de libro que debe leerse con un lápiz a mano.
Yourcenar nació en Bruselas, donde accidentalmente se encontraban sus padres (un francés y una belga), en 1903, y murió en 1987 en los Estados Unidos, donde residió casi medio siglo en una islita del Estado de Maine, Mount Desert, donde ella y Grace Frick compartían una casa de campo, modesta y confortable. Primera mujer que ingresó a la Academia Francesa, en 1981, es, para siempre, la autora inmortal de Memorias de Adriano (1951), el más famoso y el mejor de sus libros, aunque ella puso mucho trabajo y muchas ilusiones en Opus Nigrum , cuya lectura suele volverse fatigosa, tal vez por el prurito de perfección que la obsesionaba y que confesó sin vueltas a otro amigo griego, Constantin Dimaras, en 1951: "He acabado por concebir una especie de pasión seca por la exactitud". Lo que no le impedía ejercer, en grado próximo a la santidad, otra virtud, acaso la mayor de todas: la compasión. Buda y Cristo (no el catolicismo, sino las enseñanzas de Jesús) le señalaron el camino que los recopiladores de estas cartas definen así: "la honradez casi ingenua de las intenciones y de los principios". ¿Cómo extrañarse de que una personalidad semejante se sintiese forastera en el mundo contemporáneo, hacia el que en los últimos años de su vida alimentó una desconfianza cada vez mayor y hasta, decididamente, profundo fastidio? A su amigo, el novelista alemán Joseph Breitbach, le escribe, el 7 de abril de 1951: "Lo mismo que a usted le ocurre, a juzgar por su carta, me hace sufrir el desorden, la confusión, la falta de rigor intelectual que nos rodea, en donde todo, si no andamos con cuidado, acabará por malograrse".