Un vestido de lentejuelas
Hace unos meses compré un vestido largo de lentejuelas. Tenía, como nunca tuve, tres bodas a las que asistir y lo compré porque quería cumplir con el protocolo. No me lo probé. Lo compré por internet y le pedí a mi madre que lo fuera a buscar porque yo estaba muy lejos del local y ella cerca. Lo compré pese a que no podía cambiarlo. Si no me entraba, si era inmenso, si me quedaba espantoso, debía quedármelo. Fue una irreverencia de mi parte. Lo compré pese a que no me gustaba. Era verde, era escotado, tenía la espalda abierta, era extremadamente brilloso, un candil al que se puede mirar por un rato pero que luego agobia. Era agobiante y lo compré de todos modos. Fue un grito, una manera de acatar pero de quejarme en la misma acción.
Yo no uso ropa elegante. Es una elección que también tiene mucho de manifiesto. Me encanta la ropa pero siempre creí, o creo hoy también o pensé que debía creer o me lo hicieron pensar, que la elegancia extrema tenía demasiado de ficción y allá por los años 90 en mi mundo la verdad era virtud y yo quería ser virtuosa. No buscaba verme mejor o más algo, o menos también, a fuerza de máscara de pestañas o sombras doradas o minifaldas o plataformas; buscaba verme tal cual era. Algo así.
Fueron semanas de vestidos antes del vestido de las lentejuelas verdes. De mirar en locales y en redes sociales. Tenía dos minutos libres, abría el celular, me ponía a mirar. Miré mil veces lo mismo. Miré con voracidad, miré dispuesta a todo pero convencida de nada, miré con las manos sucias, miré con la comida en la boca, miré vestidos cortos, largos, por debajo de la rodilla, drapeados, en dos piezas, con transparencias, encaje, en colores, en un único tono, cerrados hasta el cuello. Miré, miré y miré mucho más de lo que hubiera querido. Miré vestidos que ni siquiera podía pagar. Miré vestidos de diseñadores, miré nombres de modistas, miré marcas internacionales, miré a actrices en premios, miré a la gente que se viste con esmero, miré a cantantes cantar, mostrarse, lucir la vida. Miré lo viejo, lo nuevo, lo imposible. Miré con los ojos ardidos. Miré el desquicio que me consumía como si fuera la única persona en el mundo sin un solo principio. Miré completamente vacía y yo que me creía tan llena.
No es simple la lógica de lo estético. Hay algo del universo de lo ridículo en empolvar las cosas que son de una manera para que se vean de otra. Es como tender la cama cada mañana para volver a desarmarla por la noche. ¿Para qué? Y sin embargo alisar los rulos, alargar las pestañas, esmaltar las uñas, cambiar el color de los labios, calzarse estiletos en punta y de taco altísimo. Es absurdo, un engaño, un disfraz, un juego, una diversión, un lujo, una recomendación, un golpe a la rutina anquilosada. Qué tonta. Debería haberme esforzado.
Al vestido verde tuve que hacerle un ruedo porque me quedaba largo. Después me recogí el cabello en un rodete, fui a las fiestas y miré de nuevo. Ahí estábamos cada uno de los que estábamos, pretendiendo por unas horas entre alcohol, cumbia, asado y un volcán de dulce de leche como postre. La mujer del vestido esmeralda con el escote profundo, la mujer del vestido negro de encaje y labios rojos, la mujer del vestido plateado casi transparente, los hombres y los trajes con corbata. Las telas, la música, los mocasines y el rubor hechos amasijos de libertad que se sentían como la bofetada que me tendrían que haber dado antes.
Compré el vestido largo de las lentejuelas verdes y lo dejé sobre el sofá del escritorio de casa. No lo guardé y no tengo pensado volver a usarlo pronto. Lo doblé con cuidado para que no se enganchara con nada y lo dejé a la vista, para hacer cualquier cosa, para pasar y verlo, para recordar. Es un gesto. Una apuesta para este año que empieza.
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