Un tiempo compartido llamado naturaleza
A veces estudio al aire libre, en el mundo de la naturaleza, por así decirlo. Lo hago aun si la tranquilidad del entorno contradice la oscuridad de algunos de mis pensamientos. Me ubico junto a una mesa de picnic en una arboleda de falsas acacias, que yo mismo he raleado (son pródigas en semillas). Me siento en una cómoda silla blanca de plástico sobre un terreno de pendiente suave y miro la huerta y un pequeño y pintoresco estanque resplandeciente. Sé que una tortuga mordedora de cierto tamaño vive en el estanque porque el año pasado la vi desovar sobre un montón de estiércol envejecido allí donde planto calabazas. En conjunto, creo que soy capaz de invocar a mi lúgubre musa en medida suficiente, aunque a veces me pregunte si estoy más alegre de lo que debería. Tiendo, por ejemplo, a fijarme con más benignidad en las marmotas gordas cuyas madrigueras yacen bajo los pastizales que rodean el jardín. Los insectos, lo admito, me molestan hasta cierto punto, y no me gusta agitar los brazos o el sombrero para disuadirlos. Mi esposa, sin duda al verme sacudir, ha sido muy considerada en proveerme de un excelente matamoscas, que colocó con discreción sobre mi diccionario. Por supuesto, desde cierta perspectiva esto es una tontería, incluso risible. ¿Qué significa matar una mosca o una araña o una hormiga? ¿O incluso diez? Su reino es grande, y otras vendrán a reemplazarlas. Esto lo aprendí hace varios años cuando le pedí prestada la pistola a un granjero vecino para dispararles a unas marmotas depredadoras cerca de nuestro jardín. «¿Por qué te tomas siquiera el trabajo?», me dijo finalmente. «¿No crees que vendrán otras a reemplazarlas?». Me di cuenta de que tenía razón, que las marmotas tienen su propio sentido del territorio, en el cual yo era un factor insignificante, y desde entonces, cada vez que vemos una marmota cerca o en el jardín, mi esposa solo sale corriendo al grito de «¡fuera!, ¡fuera!». A veces se van, y a veces no. Vivimos en una especie de propiedad de tiempo compartido, pero nunca del todo predecible. He probado, incluso, plantar dos filas de legumbres (con viejas semillas) para desorientarlas. Los gritos de mi esposa me divierten bastante, y tal vez es por eso que me dio un matamoscas; para devolverle un poco de entretenimiento. Desde luego, podría simplemente estar adentro, donde hay menos insectos, pero he visto demasiadas pinturas y leído suficiente poesía como para abandonar el campo derrotado. Si bien la naturaleza no me pertenece, todavía siento que tengo mi lugar, aunque sea meditativo y contemplativo. De hecho, he matado varias criaturas irritantes con el matamoscas, aplastándolas por completo, riéndome al mismo tiempo de mi estupidez. No hay duda de que mi esposa espera que grite «¡fuera!», «¡fuera!», que está camino a convertirse en un timbre de resonancias clásicas. Hasta ahora no lo hice. Pero hace poco di con una nueva estratagema y, hasta donde sé, un hecho biológico involuntario, o de otro tipo. Un día, bamboleándome muy torpemente —¿quién puede predecir los giros de los insectos?— logré incapacitar pero no liquidar a una criatura voladora. Estaba a punto de darle el golpe de gracia cuando algo se anticipó a mi mano. Me di cuenta de que la criatura hacía un zumbido, de que este zumbido era muy posiblemente una llamada de auxilio advirtiendo a otros de su especie que se mantuvieran lejos, así como los gemidos de un prisionero semi-ejecutado podrían servir como advertencia similar. La idea me encantó, y a partir de entonces ajusté mis golpes para herir sin llegar a matar (un golpe de inteligencia aplicada, sin duda), y cada día la mesa de picnic comenzó a cubrirse con la agonía de varias especies, creando una sinfonía de angustia, gran parte de la cual estaba seguro de no poder oír a pesar de su supuesta eficacia. Mi sistema, por supuesto, presenta aún algunas problemáticas. Por ejemplo, las propias llamadas de auxilio (si es que son tales) son perturbadoras en sí mismas. Luego están lo que interpreto como movimientos frenéticos, similares a los que hacen los insectos sobre el papel atrapamoscas. Mis ojos vuelven una y otra vez a su fúnebre ballet. ¡No van a ninguna parte! También está la cuestión de la cantidad de especies que guarda la arboleda. (¿Y qué es exactamente una arboleda?). No llego a creer que las llamadas de auxilio sean efectivas con los miembros de otra especie, como si pudiéramos compartir una angustia universal. Así que ¿cuántas especies desmembradas y mutiladas debo acumular para aislarme eficazmente? Ese conocimiento implicaría un estudio considerable de mi entorno natural. (Ah. Hasta aquí llego con los Efemerópteros. Pasemos ahora a los Plectophora). No tengo el tiempo ni, me temo, el talento o la formación. Las peonías están en plena gloriosa floración, y los pájaros —tordos, pinzones púrpuras, colibríes, carboneros, jilgueros— están atareados consiguiendo comida. Cada tanto un carpintero taladra la corteza de la acacia. No es un problema, no por ahora. Pero cada vez más tengo la sensación de que de alguna manera los problemas se están acumulando y así seguirá siendo, superando los que ya he mencionado. Por ejemplo:
- Cuando haya terminado mi mañana de trabajo, ¿qué debería hacer con mi colección de especies? ¿Ejecutarlos sin mayores demoras? ¿Barrerlos de la mesa y liberarlos hacia otros destinos, por ejemplo comida para otras criaturas? ¿Dejarlos simplemente para que sus reverberaciones impregnen el aire? ¿Es necesario algún ritual?
- Conozco lo suficiente sobre biología para saber que siempre hay mutaciones, mutantes que no siguen con exactitud las leyes. Así, dentro de cada especie, siempre habrá algunos que no respondan a las llamadas de auxilio. ¿Cuál es su potencial de incordio? ¿Cuáles serían sus melodías discordantes si estuvieran entre los mutilados?
- Las marmotas que se comen mis verduras: ¿qué pasa si las dejo incapacitadas de la misma forma por todo el jardín? ¿Sus llamadas de auxilio mantendrían alejadas a las otras? ¿A la noche harían silencio? ¿Debería alimentarlas, darles agua? ¿Qué pensarán los visitantes? ¿Hasta dónde llega esto?
- ¿Existe quizás algún tipo de ropa que pueda integrarme a la arboleda? Esto, me doy cuenta, es una cuestión de cierto alcance. Tómese, por ejemplo, a los grandes exploradores de la selva. O considérese la bizarra noción de camuflaje (me gusta la idea de volverme un camoufleur). Existe también, desde luego, la noción de protección total, pero es un discurso diferente.
- ¿Desovó la tortuga mordedora este año en el jardín? Si no lo hizo, ¿por qué no? ¿Deberíamos haber reemplazado la pila de estiércol?
- Hablo de una sinfonía de angustia. ¿Es esa la palabra correcta? ¿Necesito también estudiar musicología? ¿Qué más necesito estudiar?
- Mi esposa no ha dicho nada sobre los insectos que agonizan en la mesa de picnic. ¿Por qué no? ¿Mi dilema todavía le parece entretenido? ¿Es entretenido?
- Cuando la tortuga mordedora desgarra un pato, ¿hay un grito de angustia?
- Es posible que yo mismo haya sido (esté) mutilado y que mi vida sea una serie de gritos de angustia. ¿Estoy, de alguna manera, siendo derribado, barrido? ¿Hay posibilidad de construir una sociología, una filosofía o una teología sobre esto?
- El día en que algo se anticipó a mi golpe de gracia sobre el insecto herido, ¿qué fue ese algo? ¿Qué significaría que lo llamara Dios?
- ¿Quién o qué (si algo) puso realmente el matamoscas en mi mano? ¿Cuántas otras cosas llegaron a mis manos de ese modo? ¿Y con qué consecuencias?
- Timbre clásico: ¿a qué me refiero exactamente cuando lo atribuyo al grito «¡fuera!»? Nuestras incursiones en la «naturaleza» parecen compensarse con cierto grado de deseo de que desaparezca. ¿Qué tan cerca podemos llegar a las marmotas? Por otro lado, ¿cómo sería sin ellas el espacio de nuestro jardín? Además, este drama, en cierto sentido, también se desarrolla dentro de nosotros mismos. Con seguridad hay una naturaleza humana que se cruza en algún punto con una naturaleza de marmota. Pero ¿dónde? Es difícil responder estas cosas, incluso contemplarlas.
- El matamoscas sobre mi diccionario. Más allá del humor astuto de mi esposa, la imagen resuena con fuerza heráldica. Me doy cuenta de que en la vida muchos gestos tienen resonancias similares, pero no logramos verlos. He decidido mejorar mi visión. Por ejemplo, de repente me doy cuenta de que «nuestro impredecible tiempo compartido» con las marmotas podría ser solo un momento gestual. Pero al mismo tiempo que esto me excita, me desquicia. ¿Cómo, por ejemplo, podría explicarle a nadie una pila recurrente de estiércol para huevos de tortuga? ¿O letanías para insectos moribundos?
- ¿Debo tratar de «organizar» las piezas de mi «sinfonía»? ¿Soy quizás algún tipo de compositor? ¿Un compositeur?
- Digo que la naturaleza no me pertenece. Pero ¿yo le pertenezco a ella? Si así es, ¿por qué no lo siento así? Si no es así, ¿a qué pertenezco? ¿Soy un intruso dentro del universo?
- Bamboleando mi matamoscas torpemente. Me doy cuenta de que nunca podré balancear mi matamoscas con la precisión con la que el verdugo adapta el nudo corredizo y suelta el escotillón. En la naturaleza soy un acróbata fallido. En cualquier otro lugar puedo alcanzar la perfección.
- La perturbación de las llamadas de auxilio de los insectos moribundos: ¿cuál es la naturaleza de esa perturbación? ¿Es posible que sienta (además del ruido) alguna compasión atávica? Me temo que me repito (pero ¿qué otra cosa puedo hacer?).
- Por último, arriba me he referido a mis mañanas de trabajo. Es posible preguntar ¿qué son, exactamente, mis mañanas de trabajo? ¿Pierdo demasiado tiempo con mis categorizaciones? Siento que podría estar justo al borde de un nuevo pacto con la vida. Esto causará problemas.
Me temo que mis elucubraciones han tomado un giro metafísico. Tal vez todas las cosas toman a la larga un giro metafísico. Pero ¿qué significa, entonces, eso? ¿Es posible que un sencillo matamoscas sea un instrumento del destino? Me doy cuenta de que no he sido explícito sobre la naturaleza oscura de algunos de mis pensamientos anteriores al matamoscas. No parece relevante aquí. Quizá no son en lo más mínimo relevantes. Basta con decir que descansan en considerable lectura, reflexión y observación. Tienen una base tanto empírica como analítica. Sin duda aparecerán más adelante, cuando haya superado el bloqueo de mis actuales obsesiones.
- Kenneth Bernard. Nacio´ en Brooklyn en 1930. Es novelista, poeta y dramaturgo. Recibio´ numerosas distinciones, entre las que se destacan la Beca Guggenheim. Autor de la novela Entre los archivos del distrito, es uno de los escritores contemporáneos estadounidenses más singulares.
- Unas pocas palabras, un pequeño refugio (Fiordo). Observaciones sutiles sobre la comedia humana caracterizan los relatos que integran este volumen, traducidos al castellano por primera vez.