Un telescopio sobre Proust y Joyce
En una carta tardía, James Joyce definió En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, como “un telescopio sobre el tiempo”. El irlandés siempre insistió en que no había leído ni una página de su par francés, pero se las ingenió para contrabandear esa definición que se saltea la memoria involuntaria o las intermitencias del corazón y, con vocación futurista, acentúa las cualidades cuánticas –diríamos hoy– del libro.
Demasiado temprano, a algunos de sus contemporáneos les gustaba asociar a los dos escritores, tal vez por la preponderancia del estilo o por las ambiciones de sus proyectos todavía in progress. Pocas sensibilidades, a priori, más contrapuestas. Joyce respondía con una de sus tantas boutades: la principal diferencia era que Proust estaba interesado en las duquesas, y él en sus doncellas.
"James Joyce y Marcel Proust se vieron una sola vez. Fue el 18 de mayo de 1922, hace casi cien años. El irlandés acababa de publicar Ulises y el francés corría contra reloj para dar forma a los tomos finales de En busca del tiempo perdido"
En una era en que las invenciones tecnológicas son lugar común, podríamos imaginar un telescopio literario –es decir, imposible– para acercarse a la noche en que por única vez Joyce y Proust estuvieron frente a frente. Fue el 18 de mayo de 1922, hace casi cien años. Joyce acababa de publicar Ulises y Proust, cada vez más debilitado, corría contra reloj para dar forma a los tomos finales de su novela río. Sydney Schiff, un novelista inglés que firmaba como Stephen Hudson, y su mujer Violet, querían tener bajo un mismo techo a “los cuatro genios” de esos años: Proust, Joyce, Igor Stravinsky y Pablo Picasso. Su coartada fue organizar una recepción por el estreno en París de Renard, un ballet de la compañía de Diaghilev, con música del compositor ruso.
La lente serviría para colarse en el salón del Hotel Majestic donde tuvo lugar el encuentro, pero sobre todo permitiría al detective literario confirmar o descartar los testimonios sobre lo que ocurrió. Al parecer, Joyce llegó tarde y sin la etiqueta de rigor. Proust, que para entonces ya casi no salía de su cuarto tapizado con corcho, tenía un aire sepulcral, que el irlandés compararía más adelante con el de un personaje de novela gótica. Algunos dicen que Joyce se quejó de sus cefaleas y Proust de sus dolores de estómago. Otros, que antes o después el francés le preguntó si le gustaban las trufas o si conocía a tal o cual duque. “No” habría sido la respuesta que cortó todo diálogo.
La escena más fiable (la deslizó Violet Schiff) suena a comedia de enredos. Proust se ofreció a llevar a los anfitriones en un taxi conducido por el marido de Céleste Albaret, su fiel doméstica. Joyce se sumó sin que lo invitaran: encendió un cigarrillo y bajó una ventanilla. Lo obligaron a apagar el primero y le subieron la segunda, para evitarle las corrientes de aire al asmático Proust. “Si hubiéramos podido encontrarnos y hablar en otro lado”, se lamentaría más tarde.
Proust no escribió una línea sobre el encuentro ni sobre Joyce. El irlandés, en cambio, dejó algunos apuntes irónicos. En uno de sus carnets de notas escribió: “Proust. Vida inmóvil y analítica. Los lectores terminan sus frases antes que él”.
Pero quizá convenga apuntar a otros indicios escritos, menos visibles pero más generosos: el par de alusiones a su apellido en Finnegans Wake o aquel título imaginario con palabras portemanteau –consta en una esquela que J.J. le mandó a su editora, Sylvia Beach– firmado conjuntamente por unos tales Marcelle Proyce y James Joust.
En carta del 25 de noviembre de 1922 a Harriet Shaw Weaver, su mecenas, Joyce se muestra sorprendido por el fallecimiento de Proust, ocurrido una semana antes. A la gente en París, dice Joyce, no le sorprende su muerte, pero cuando lo vio unos meses antes no aparentaba estar enfermo. “Parecía, de hecho, diez años menos de la edad que tenía”, anota, como si con ese comentario que lo acerca en edad (Proust era once años mayor que él) buscara contarlo entre los de su propia generación, ese nivel donde el aparente antagonismo puede llegar a darse la mano con la admiración encubierta.