Un tango, la valija y el vestidito azul
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Desde que tenemos en casa un Wincofon vintage para escuchar vinilos, versión moderna de los de antes, no me había animado todavía a poner a girar el viejo simple de mi abuelo Pipo, o debería decir José Berra: bandoneonista, autor –por ejemplo- de la música de “Muchachos yo soy de Boca”, que suena esta mañana fría de junio en la voz de Floreal Ruiz, por la orquesta dirigida por Luis Stazo (1966). Dos razones me llevaron finalmente a buscarlo en el placar y ambas están conectadas. La primera es que después de visitar el mes pasado el taller de la artista Marina Dogliotti me traje grabados de La Boca los colores que despertaron este sabor a deuda incumplida. La segunda es la imagen de ese vestidito azul que la artista modeló adentro de “Una valija con historia”, hermosa creación que se refiere a sus orígenes, y que no me deja de dar vueltas en la cabeza. Como el disco ahora, a 33⅓ rpm.
En metros y metros de salas, pasillos, patios y escaleras, la casa de Dogliotti y el escultor Leo Vinci –vieja panadería del barrio que abastecía a los barcos– invita a perderse como en un viaje entre las obras de ambos. Las de Marina –será porque viene del mar– son femeninas como sirenas que asemejan mascarones de proa, están marcadas por cursos de agua, movidas por cardúmenes y representan a mujeres, que a veces se cruzan con el mundo vegetal y otras veces se multiplican y son tantas como las Américas. Al continente le dedica una serie mitológica de grandes figuras que parecen vírgenes: las hay de cabellos largos y rojizos, inspiradas en un retazo del realismo mágico de García Márquez, y de trenzas hechas de plantas y pasiones; vestidas con un manto de escamas o con el vestigio de un miriñaque y los pies desnudos en la tierra. “El río va buscando su cauce” me dice, como metáfora de la libertad, cuando le pregunto por qué decidió dejar la arquitectura para dedicarse al arte.
Empezó con la cerámica de chica, en los años que vivió en Rímini con su abuela, porque si bien Marina pertenece a la primera generación de argentinos de su familia, cuando tenía siete años y medio y murió su abuelo en Buenos Aires, ella acompañó a Aurelia en su regreso a Italia. Allí, donde estaba la vieja casa que había quedado destruida por las bombas de la guerra, empezó a jugar con arcilla, con el barro junto al río, y estableció el primer contacto con el material que marcaría su vida.
“Una valija con historia” habla de todo eso: de sus padres provenientes de regiones distintas de la península, emigrantes que se conocieron en Eritrea, y que luego tuvieron que dejar también África y poner toda la vida en una sola pieza de equipaje para cruzar el ancho océano.
En la página web de la artista un video documenta la biografía de esta obra, desde el momento en que lleva un día la reliquia familiar a una maderera del vecindario para que fabriquen a medida el cajón donde trabajará la escultura hasta que le da forma y color al vestidito azul, inocente y esperanzador, que vive en el interior de la valija original. En casi 16 minutos, la historia se narra sobre una banda sonora que junta a Vicente Greco con dos Juanes, Maglio y D’Arienzo. En una escena del final, cuelga las sábanas blancas recién lavadas con la ayuda de su hija y recuerda el pesado tacho de zinc con el que su abuela solía subir a la terraza. Había uno igual a ese en la casa de mi infancia: de chica, insistía en cargarlo escaleras arriba; cuando mi mamá me dejaba hacerlo, entonces venía también ella unos peldaños por detrás, cantando un tango del abuelo o algún otro, y cuidando que no fuera a caerme en ese torcido caracol de piedra que pegaba cada vueltas traicioneras. Como a Marina, me gustaba jugar en el laberinto blanco que se formaba entre las cuerdas, pasar como un toro bravo debajo de la tela, ganarle la carrera al viento y dejar que la sábana húmeda me lamiera la cara. A veces llevaba puesto un inolvidable vestidito azul.