Un solitario entre el caos y lo absoluto
Sus libros, así como su posición en el grupo Sur y sus colaboraciones en LA NACION, hicieron de él uno de los escritores más influyentes de los años 50 y 60, pero la amarga lucidez con que observaba la realidad nacional y su vocación metafísica lo llevaron a ejercer una crítica implacable sobre sí mismo y el mundo. La publicación de Visiones de Babel (Fondo de Cultura Económica), antología de su obra, devuelve su figura atormentada a la atención de los lectores
La irrupción de Héctor A. Murena (1923-1975) en la escena intelectual argentina, y su presencia en ella a lo largo de tres décadas fueron uno de esos fenómenos que no pasan inadvertidos ni transcurren en vano, sin dejar marcados vestigios. Desde el comienzo, su obra literaria se manifestó múltiple. En poemas y narraciones corría la misma sangre que en los ensayos, alimentados de un pensamiento ambicioso por lo abarcador, trascendente por lo profundo, impresionante por lo apasionado.
Como Palas Atenea, la deidad que salió de la cabeza de Zeus armada de pies a cabeza, Murena irrumpió con todas sus fuertes potencias intelectuales en guardia y a la carga. Ni los estudios de ingeniería, que emprendió en la Universidad de La Plata, ni los de filosofía, iniciados en la Universidad de Buenos Aires, le sirvieron para satisfacer su incontenible urgencia de expresarse siguiendo las vías que le ofrecía la palabra: el ensayo, el poema, la narración, el drama. Inadaptable a la disciplina del aprendizaje regular, lo abandonó.
A la calma de la exposición filosófica, al uso del vocabulario especializado, prefirió, por temperamento, la libertad del ensayo, que permite el rigor lógico y el rapto intuitivo, el énfasis, las imágenes poéticas, la gracia y toda la variedad de los tropos. Por eso le fue natural el paso del ensayo al poema, a la narración, al texto dramático, que desde el principio caracterizó a su obra.
Reunió cuentos en su libro inicial, Primer testamento , publicado en 1946; pero es en 1948 cuando su pensamiento empieza a cobrar clara originalidad, manifestada de modo audaz, intrépido y, por lo mismo, no siempre accesible a la intelección, con hipótesis que a veces no "cierran", recorridas sin embargo por hallazgos deslumbrantes en el plano del pensamiento y en el plano de la expresión.
Murena tuvo la fortuna de poder ejercer estas facultades desde empinadas plataformas como la revista Sur y las páginas literarias de LA NACION. La extraordinaria independencia consentida a los colaboradores de la revista de Victoria Ocampo y del suplemento dirigido por Eduardo Mallea le permitieron al joven pensador y escritor de sólo veinticinco años dar amplia difusión a sus primicias, ganar admiradores y adeptos y abrir un frente de batalla frente al grupo de coetáneos que, como él pero con otras intenciones ideológicas, emprendían una revisión apasionada y por momentos rabiosa de lo pensado y escrito en el país.
En artículos y crónicas de libros, Murena fijó sus posiciones frente a la literatura y frente a las ideas heredadas. Según escribió el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal en El juicio de los parricidas (1956), la "nueva generación" se volvió críticamente hacia los "padres", sobre todo hacia Martínez Estrada, Mallea y Borges, objetos de su "labor de demolición".
Pero el eje de ese juicio fue el autor de Radiografía de la pampa (1933), alabado y vituperado alternativamente.
En octubre de 1951, en Sur , un ensayo titulado "La lección de los desposeídos: Martínez Estrada" descubrió la adhesión de Murena al gran pensador, del cual se declaró discípulo y hasta "hijo". Según él, Martínez Estrada, con "lucidez estremecedora", suministró la descripción de una enfermedad, es un médico que narra sin concesiones la génesis, el desarrollo y las perspectivas de un cáncer que se ha instalado en su propio cuerpo. "Vayamos al fondo de la cuestión: Martínez Estrada significa el surgimiento de la conciencia de América. Por primera vez la conciencia, después de una desgarrada existencia en bruto, puramente animal, significa la entrada de América a la humanidad."
Imposible consignar aquí el pensamiento de Murena acerca de la idiosincrasia americana, pero vale la pena señalar que, al revés de algunos miembros de la generación que se ha llamado de los parricidas, concentrados obsesiva e implacablemente en la revisión del pasado nacional, visto con antipatía, con asco también, y con actitud inquisitorial, el autor de El pecado original de América (1954) amplió su visión para abarcar, con auténtico espíritu filosófico, temas mayores que conciernen al hombre actual. En efecto, Murena no fue un pensador metafísico, fue un pensador existencial interesado en el hoy y el aquí, sin dejar de aprovechar la enseñanza del pasado y vislumbrar el futuro en sus aspectos previsibles. Con semejante amplitud de espíritu, no podía quedar varado en la mera contabilidad sociológica.
Gracias a esa superación, publicó más tarde Homo atomicus (1961), Ensayos sobre subversión (1962) y El nombre secreto (1969), en los que su estilo de pensar y escribir se ha depurado y donde la desposesión americana alcanza al hombre contemporáneo. En La cárcel de la mente (1971), formado por capítulos de libros anteriores, confió a sus lectores el corazón de su pensamiento. Las palabras preliminares y el "excursus" que precede cada uno de los nueve capítulos, para situarlo, trazan una suerte de autobiografía intelectual.
"Quien escribe estas palabras -dice Murena- ha elegido los trabajos que siguen más bien no por su fortuito valor intrínseco, sino en la medida en que parecían adecuados para mostrar el trayecto de un pensar en busca de su liberación. Ha calificado estas páginas de intento de autobiografía intelectual porque ofrecen las notas sintomáticas de la lucha de una criatura por lo común desconcertada ante el caos especialmente perturbador de los tiempos y los lugares que le fueron dados para vivir."
Finalmente, La metáfora y lo sagrado (1973) recoge meditaciones sobre problemas fundamentales del arte, la música, la literatura y la pintura, vistos desde sus orígenes religiosos. Estas obras se entremezclan con novelas y libros de poemas y de cuentos, que reflejan un mismo pensamiento por distintas sendas. La vida nueva (1951), El círculo de los paraísos (1958), El escándalo y el fuego (1959), Relámpago de la duración (1962), El demonio de la armonía (1964), F.G. Un bárbaro entre la belleza (1972) y El águila que desaparece (1975) marcan su itinerario poético, en vuelo hacia lo esencial y despojado.
La fatalidad de los cuerpos (1955), Las leyes de la noche (1958) y Los herederos de la promesa (1965), reunidas con el título general de Historia de un día , constituyen una trilogía novelística de indagación existencial, con personajes que, lejos de ser meros emblemas, están inmersos en las preocupaciones del autor. Esta serie contrasta con El sueño de la razón , que comprende Epitalámica (1969), Polispuercón (1970), Caína muerte (1971) y Folisofía (1976), goyescos aguafuertes con señales de máximo desencanto.
Primer testamento , ya mencionado, El centro del infierno (1956) y El coronel de caballería (1971) son libros de cuentos de primer orden que, en el entretejido de la trama de la obra total, ratifican su unidad y la potencia creadora del escritor. El juez (1953), su única obra para el teatro, enfrenta a los miembros de una familia en lucha despiadada cuando, al caer los velos, quedan al descubierto las mentiras.
Murena fue víctima del odio ideológico. Su auténtico talento y las facilidades iniciales que se le ofrecieron fueron una provocación para no pocos de sus contemporáneos y su atrevida independencia destempló a otros. Al cabo de los años, nuevas generaciones, más frívolas, lo excluyeron. El se mantuvo impertérrito, seguía en lo suyo, firme, lúcido. Parecía, a juicio de algunos, menospreciativo y orgulloso. Había optado por vivir a contrapelo y nadar contra la corriente. Este dramático proceso de una vida ardua y por momentos heroica, en extrema tensión, llevaba, en lo hondo, un elemento corrosivo que iba a terminar por agotarlo.
Mediante un elegante giro podría haberse incorporado a la ronda del prestigioso nomadismo internacional, de fundación en universidad, de universidad en editorial, de editorial en fundación, en gozoso círculo sin fin. Hubiera podido tener algún destino diplomático o político, sentirse codo a codo con los poderosos. Pero obstinado y, lamentablemente, cada vez más pesimista, se quedó con sus libros y su desesperación en el departamento del Barrio Sur, donde vivió largo tiempo.
En 1973, dos años antes de su muerte, la amenaza y la certeza de un segundo peronismo lo llenaron de estupor. No podía dar crédito a la recidiva, a la multitudinaria amnesia y al alucinante retorno del "líder", seguido, para perfeccionar el absurdo, por la salida a escena de dos figuras del varieté centroamericano colocadas, acaso por arte de hechicería, en la cima del poder. ¿Había que reír o llorar? Murena, desconcertado, reía y lloraba a la vez, como esos personajes tragicómicos del grotesco porteño. Era como si a las novelas de El sueño de la razón les hubiera faltado un cuarto episodio, bárbaramente escenificado.
Como ha escrito uno de sus amigos, el ensayista Ricardo Rey Beckford, "Murena fue la gran voz disonante de una generación casi sin disonancias, de un tiempo dominado por las mezquinas disputas de las ideologías y por algunas de las formas más torpes de la intolerancia". Cuando esas disputas les digan muy poco a los lectores del tiempo por venir, la obra de Murena demostrará sus valores perdurables y la vida del poeta será un ejemplo de consagración devota al culto de la belleza y al amor de la sabiduría.