Un salto al vacío
En las pasiones y los afectos se centran dos muestras que escapan al discurso homogeneizador del arte actual: Tessi, en Braga Menéndez, y Chiachio y Giannone, en Ruth Benzacar, ganan fuerza al jugarse por sus propios mundos
"Todas las familias felices se parecen; sólo las familias que han sufrido una desgracia tienen un perfil propio." Así comienza León Tolstoi su novela Ana Karenina , cuya heroína es el centro incandescente de una trágica historia familiar. Vladimir Nabokov comienza Ada o el ardor (la vida de Ada es el escenario de una fiesta perpetua) diciendo exactamente lo contrario: "Todas las familias tristes son parecidas; sólo las que conocen la felicidad son singulares y merecedoras de que se cuente su historia". A lo largo de los siglos, las muy diversas formas de vivir en familia han sido excusas perfectas para que el arte construyera mundos en los que las pasiones y los afectos alcanzan tal intensidad que si lo mismo sucediera en la vida diaria quedaríamos al borde del colapso. Ese colapso de las pasiones es lo que ponen en escena dos de las muestras más importantes que se hayan visto en Buenos Aires en mucho tiempo: Rohayhu , de Leo Chiachio y Daniel Giannone, y La familia de Juana Echeverría Vda. de Temes muy agradecida , de Juan Tessi.
Hay un mundo maravilloso, que se parece a las postales que pintaron los artistas. Allí, la vida es tan armoniosa que nadie hace otra cosa que posar. Ese mundo es el de las tapas de las revistas. En ese mundo viven Chiachio, Giannone y el salchicha miniatura Piolín (que, mal traducido al lenguaje de la familia tradicional, funciona como "hijo"). Es un mundo autosuficiente, que no necesita más densidad que la imagen y que no tiene más personajes que ese trío amante. Allí vive esta familia al uso contemporáneo: integrada por animales (no necesariamente humanos) que se aman y que han establecido un pacto de convivencia afectiva. En guaraní, rohayhu quiere decir "te quiero".
Esta familia es pura superficie, pero tiene la intensidad de un huracán: está habitada por todas las culturas y cita la historia completa de la representación amorosa fuera del canon occidental. Transmutados en equecos andinos o en habitantes de las selvas, disfrazados de animales con piel de plush o convertidos en samuráis de estampa, Chiachio, Giannone y Piolín posan como chicos de tapa de una revista desgraciadamente inexistente, ya que sería la única capaz de mostrar la belleza en estado alucinógeno sin pedir a cambio otra cosa que la adoración.
Un siglo después de Duchamp (que fue quien -según la corriente oficial de la historia del arte- arrojó a la basura tanto el trabajo artesanal como el efecto visual que conformaban la obra de arte antes de su aparición), las obras de Chiachio y Giannone son producto de un prodigioso trabajo artesanal. Ese aspecto no es menor, ya que el espectador se ve captado, a la vez, por el poderoso efecto visual de la obra y por la descomunal destreza manual que presupone su elaboración. Si bien nunca se logra hablar de lo que se ama, los artistas logran sugerir que se está en el terreno del discurso amoroso porque el texto del poema que nos ofrecen fue entretejido por amantes. El discurso amoroso se transforma así en un manifiesto político: se propone un mundo en el que la diversidad -cultural, étnica, sexual, social, política y afectiva- es la base de la convivencia gozosa. Ya no se trata más de apostar a entendernos (porque somos parecidos), sino que ahora jugamos a posar de cualquier cosa: ser el que se quiera en el momento en que se elija.
Insistir es resistir
La familia que imagina Juan Tessi no es una apuesta a la convivencia animal -superadora de la mera humanidad- en un paraíso de selva de diseño (como la de Chiachio y Giannone), sino que es viaje a la tierra de los sueños, de la mano de la ficcional historia de una viuda victoriana. La muestra de Tessi apela a varios soportes (incluido un video interesante, lo que es raro). Pero lo suyo (y lo central de la muestra) es la pintura: una materia en la que se regodea con una sensualidad que se asemeja al aterciopelado de Renoir.
Después de retratar adolescentes lascivos y jóvenes groguis, Tessi pega un salto inmenso hacia adelante. Pone en escena la imaginación fascinada por su propio mecanismo. Construye un relato (la historia de una viuda, la vida de una familia de Hurlingham a fines del 1800) y, a la vez, lo problematiza. Pone incluso en cuestión -con las imágenes, con la disposición espacial de las telas y la arquitectura de la sala- la posibilidad misma de contar una historia; es decir, de creerles a los recuerdos. Por eso, las caobas talladas, el empapelado y las escenas victorianas tienen la figura del monstruo: lo desconocido que anida en lo que creemos familiar.
Tessi, Chiachio y Giannone son grandes artistas. No producen obra que se somete al discurso de moda. Tampoco son ingenuos: sus obras están informadas por el último medio siglo de arte contemporáneo, y además conocen bien el medio milenio cultural que nos separa del Renacimiento. Pero no pintan, filman, bordan o tallan para ilustrar las ideas que impone el discurso homogeneizador del "internacionalismo" actual. Se juegan. Insisten en lanzarse al vacío. Insisten: ahí está su fuerza. Esa insistencia es una resistencia.
© LA NACION
FICHA. Rohayhu