Un salmón muerto vale más que un lunar andante
Hacía mucho que no veía a este amigo, por lo que primero me preguntó por mi familia. Habló de temas del pasado para demostrar que se interesaba por mí y después mencionó el verdadero motivo de la llamada. Quería el dato de un dermatólogo que yo conocía. Se había descubierto en el codo un lunar que mutaba de forma y color, e incluso se movía por el antebrazo. Le di los datos.
Esto pasó hace tiempo, pero anoche me encontré con mi amigo. Yo caminaba por una vereda en Palermo y él estaba en una mesa junto a la ventana, en un exclusivo restaurante de sushi. Cuando me vio, dejó a su joven compañía y salió a buscarme. Esta vez fue al grano. Estaba azorado por lo que le había cobrado el médico. Le pregunté qué le había dicho, y él, ligero ahora que ya no temía por su vida, me dijo que en menos de un minuto había diagnosticado la benignidad del lunar después de verlo con una lupa enorme, y destacó que ni siquiera se lo había acariciado. Le pregunté si sabía cuánto iba a pagar por la cena esa noche, y dejé deslizar que muy probablemente los trozos de pescado muerto le iban a costar más que el honorario del médico. Argumentó que el salmón había tenido que cruzar del Pacífico al Atlántico, y que al sushiman le había tomado más tiempo filetearlo que al doctor verle el lunar. No insistí. Dejé que volviera a la mesa con su conquista y su pescado, y seguí mi camino, presa del malhumor que ahora gatilla estas palabras: cómo nos cuesta valorar el conocimiento aplicado a nuestra vida, y con qué facilidad pagamos por algo cuyo valor no trasciende el mero exotismo o la moda.
Los abogados son una excepción: instalaron la idea de que su hora tiene valor, al margen de la solución que sean capaces de ofrecer. Los profesionales de la salud no han corrido la misma suerte. En cuanto a los anestesistas, se trata de un ejemplo extremo: es muy común escuchar el lamento del paciente o sus familiares, previo a una operación, ante los honorarios no incluidos de ese que es precisamente quien te va llevar a un lugar en el que no hay dolor. Y la misma persona que se lamenta, una vez repuesta pagará gustosa el mismo importe por una prenda de marca.
A propósito, los autores o creadores estamos acostumbrados a escuchar frases que expresan esta desvalorización social sobre los productos intangibles. Mi última experiencia fue con un gerente de una multinacional de alimentos en un encuentro casual, en el que me sugirió que me pensara un contenido. Que si gustaba podíamos hacer algo. Le pregunté si mientras tanto podía tomar algo del quiosco, sin pagar, unos turrones por ejemplo, y tirarlos a la basura si no me gustaban. Ante su incomprensión de la metáfora, le expliqué que el tiempo de pensamiento o de escritura vale casi tanto como una barra de chocolate con almendras.
Pero tengo esperanza: las sociedades son dinámicas y cambian sus patrones de valor. Sueño con el día en el que los turrones sean de distribución gratuita, el pescado crudo lo tomemos de los desagües, y paguemos gustosos a los hombres y mujeres que remueven nuestros lunares y nos brindan una parte de su tiempo, de su conocimiento; un momento de sus vidas.
El autor es cineasta
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