Un romántico opiómano y soñador
Thomas De Quincey fue el más productivo de los procrastinadores, que es la palabra para definir a las personas que tienden a dejar para mañana lo que pueden hacer hoy. La primera edición de sus obras completas superaba los veinte tomos, pero después de su muerte siguieron apareciendo, como si hubiera seguido escribiendo desde el más allá, decenas de artículos periodísticos perdidos. Todo tuvo su inicio, sin embargo, en 1821, cuando publicó de manera anónima unas memorias sobre su adicción al láudano y al año siguiente –días más, días menos hace dos siglos, en 1822– les puso su firma, ya como libro. En tiempos de romanticismo extremo, Confesiones de un comedor de opio inglés lo convirtió en una celebridad extraña.
De Quincey (1785-1859) llevó su aura algo maldita sin estridencias. Puede que en él haya una dosis de melancolía, pero nada de la tenebrosidad de un título como Del asesinato considerado como una de las bellas artes (que es lóbrego, pero sobre todo irónico). Se lo puede considerar el primero de los bohemios proclives al experimentalismo narcótico, de Baudelaire (que lo plagió en Les paradis artificiels) a los beatniks, pero De Quincey es por sobre todo un artista de la digresión y del gesto autobiográfico. El primer ejemplo de esa deriva personal está en las mismas Confesiones de un comedor de opio inglés: para contar los orígenes de su adicción, dedica la mitad inicial del libro a sus primeros años , a su excepcional dominio del griego, a su fuga de Oxford, a las deambulaciones por Gales y la posterior vida vagabunda en Londres. ¿Cómo llegó a “los placeres del opio”, que luego se convertirían en “los tormentos del opio”?: por el hambre, una neuralgia facial y los malestares estomacales. De Quincey no era un fumador de opio. Lo consumía en miles de gotas diarias de láudano, donde aparece diluido. Le interesa describir sobre todo sus efectos espaciales y su capacidad “de acrecentar las dimensiones del tiempo”. No se regodea en los malestares físicos: de hecho, niega que sean esos los principales problemas derivados del consumo del compuesto. Lo de verdad escalofriante, argumenta, está en los sueños y pesadillas que produce.
A su curiosa manera en De Quincey ya está repiqueteando Freud
Ya “había probado la felicidad tanto en forma sólida como líquida, tanto hervida como sin hervir” cuando un día un malayo llamó a su puerta, en el corazón de Gran Bretaña. ¿Qué podía llevar a un asiático a las montañas inglesas, se pregunta De Quincey? Según sus cálculos, debía dirigirse a algún puerto de mar a buena distancia. El individuo solo pedía descansar un rato sobre el piso. Una hora después, antes de que partiera, sabiendo que lo conocería, el inglés le regaló un poco de opio, que el visitante cortó en tres y se zampó de un bocado. Para horror de su anfitrión, que se quedó esperando por días noticias de un asiático muerto en las cercanías.
Verídico o fabulado, ese malayo se colaría en las noches alucinadas del inglés, acompañado de cófrades que se lanzaban contra él como locos furiosos. La atención a la instancia onírica y lo que comunica –son variados los sueños que narra– es en realidad el mejor hallazgo de De Quincey. El tema está todavía más desarrollado en el posterior Suspiria de profundis (1845), donde el opio acentúa una vez más “la grandeza que encierran en potencia los sueños del hombre”. La combinación de infancia, objetos, ideas, imágenes y sentimientos que se agolpan “en el palimpsesto del cerebro” tienen un sentido. Al ver reaparecer en el sueño del opio tristezas intolerables de sus primeros años, que le causan dolor, el escritor se pregunta por “el túnel” que conecta pasado y presente, al que fuimos con el que somos. Los “fenómenos ocurridos en el teatro de mis sueños”, escribe, no hacen más que repetir experiencias de infancia y es probable que otras “fueran las plantas y los frutos de las semillas sembradas entonces”. A su curiosa manera en De Quincey ya está repiqueteando Freud.
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