Un ritual de voces, música y encuentro
Diciembre tiene algo de resto onírico. Algunos lo solemos atravesar con un dejo de extrañeza: el peso del año sobre los hombros, la marea de los festejos, la búsqueda de los regalos, el pulso del balance (incluso cuando es involuntario), los encuentros. El ritual.
En medio de este clima, sumergida en eso que un mensaje en las redes podría denominar mood diciembre, fui al teatro. Y en parte por el mes –por lo que viene siendo este mes para todos nosotros–, en parte la obra misma, ocurrió la magia. Algo tan simple como estar en una sala de teatro, ser parte del público, ese animal por momentos silencioso, siempre múltiple, y que de repente el actor se detenga, sonría, mire al público –nos mire– y diga: “señores, son las dos de la mañana”.
Basta asistir a una función teatral (o a la celebración de la Copa del Mundo) para confirmar que el latido hondo de la humanidad está en la piel y no en los pixeles
Eran las dos de la mañana del 24 de diciembre, el día del ritual, se lo entienda desde la creencia que sea. Y estábamos allí, en una sala de teatro, haciéndole un inesperado honor a una fecha que convoca al encuentro entre semejantes.
El actor era Leonardo Sbaraglia; el lugar, la sala de teatro de Hasta Trilce, un centro cultural independiente ubicado en Almagro. La obra, El territorio del poder, una apuesta nacida del encuentro entre música, actuación e imágenes audiovisuales, alejada de la dramaturgia tradicional, en busca de algo que alguna vez propuso Alain Badiou: “El teatro existe, exige, extenuado tal vez, exiliado a menudo, pero todavía y siempre capaz de destacarse en aquello de lo cual es el único que propone fuertes imágenes didácticas sin dogmatismo”.
El teatro, territorio del puro aquí y ahora. De lo irrepetible. Del peso intrasferible de lo material. De la comunión, efímera pero palpable, con perfectos desconocidos.
Pasamos buena parte de nuestras vidas duplicados en lo inasible de las redes, es verdad. Pero basta asistir a una función teatral (o a la celebración de la Copa del Mundo) para confirmar que el latido hondo de la humanidad está en la piel y no en los pixeles.
Así que vuelvo a la función iniciada en la noche del 23 y finalizada en la madrugada del 24. Allí está Sbaraglia, tantas veces visto en series y películas –TV, streaming, viejas y queridas salas de cine–, desplegando lo suyo en la proximidad: voz y gesto sin mediaciones. Lo acompañan la cantante María Heinen y tres músicos: Fernando Tarrés (hacedor, junto con el actor, del ensamble entre textos, música y puesta en escena visual), Richard Hardnant y Pablo Fenoglio.
La obra tiene el sabor de lo que nace de la experimentación, del puro gusto por ir buscando. El tema no es precisamente amable: de lo que se trata es de bucear en textos que, en distintos momentos de la historia, se preguntaron por los mecanismos del poder.
La obra se inicia con Borges, “La trama”, el horror de César ante los puñales de sus amigos y aquello de que “al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías”. Sbaraglia recita, interpreta, muta. Nos transporta a los tormentos de la Edad Media, los campos de concentración nazis, el invento del electroshock, los centros clandestinos de detención en la Argentina. Repetición, variante, simetría.
Entre cada inmersión en el horror, una canción. La voz maravillosa de María Heinen, el “Hallelujah” de Leonard Cohen: sístole y diástole, respirar, recordar que la belleza, incluso lo etéreo, también es parte de nuestra naturaleza.
Sbaraglia canta. Hacia el final, él y Heinen componen una versión de “Gallo rojo, gallo negro” que eriza la piel. Más hacia el final –ya pasaron las dos de la mañana–se piden bises, son concedidos.
Me digo que qué raro comenzar el 24 así. Me digo que está muy bien. Celebrar en diciembre es recordar la posibilidad de la redención, la reunión, la construcción de lo nuevo. En tanto humanidad, mirarnos crudamente al espejo, transmutar el espanto en palabras y arte, puede ser parte de un mismo ritual.
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