Un retrato ficticio de Glenn Gould
Fue en El vértigo de las listas que Umberto Eco subrayó la importancia que tienen desde el principio de la humanidad, mucho antes de las redes, los inventarios. En estos días me surgió una lista más, tan arbitraria como cualquiera: la de los libros leídos en la fecha de cumpleaños. El año pasado me encontró por la mitad de Ciego en Gaza (1936), de Aldous Huxley, que me dejó una cita. El héroe, tan intelectual como su autor, llega a la idea de que al cogito cartesiano hay que reemplazarlo por un más moderno y naturalista “Caco, ergo sum”.
Ahora le tocó el turno a El malogrado. Una de las curiosidades de una fecha como el aniversario es que a todo parece adjudicársele una finalidad simbólica: “Tampoco es para tanto”, me dijo un amigo, al que le conté, cuando me llamó, que justo en ese instante estaba hojeando la novela de Thomas Bernhard. En realidad tenía entre manos el libro del austríaco, que había leído de prestado allá lejos y hace tiempo, más o menos de casualidad. Es verdad –mi amigo ironizaba, pero quizá también temiera una identificación con el título– que con el escritor austríaco hay que ser cuidadosos. Nunca se sabe si está hablando en serio o en broma, si su pesimismo a ultranza es un gesto de nihilismo mortífero o pura comicidad negra camuflada.
Al escucharlo tocar las Variaciones Goldberg, el personaje reconoce una derrota definitiva
Salí inmune –de hecho, se me escapó alguna carcajada, como me pasa siempre con Bernhard– pero la relectura me reveló la manera sesgada en que a veces recordamos los libros. Nunca somos el mismo lector y el que somos invariablemente pone el acento en un lugar distinto de aquel adonde lo puso el que fuimos. Esta pseudoley resulta evidente en relación a El malogrado: en mi recuerdo era una novela sobre Glenn Gould, el virtuoso del piano que revolucionó la manera de interpretar la música escrita, principalmente Bach. Lo es en parte, pero Gould, lejos de ser el protagonista, está mediado por el narrador, una de esas voces creadas por Bernhard que monologan rumiando de manera circular sus decepciones. Y también por lo que este cuenta de su amigo, el reciente suicida Wertheimer. La historia que rememora el narrador es simple: Gould, Wertheimer y él mismo, los tres pianistas jóvenes con ambiciones, coincidieron en Salzburgo en clases privadas con el gran concertista Vladimir Horowitz. Es ahí donde el supuesto Gould bautiza en broma a Wertheimer como “el malogrado”. “Decimos a una persona una palabra mortal y, como es natural, no tenemos conciencia en ese momento de que, realmente, le hemos dicho una palabra mortal”, dice la voz que guía el relato. Gould, siguiendo el lugar común, no se detiene a pensar en su genialidad. El ambicioso Wertheimer, sí. Veintiocho años después de haber pasado por delante de un aula en el primer piso del Mozarteum y escuchar a Gould tocar el Aria de las Variaciones Goldberg –instante en que reconoce una derrota imaginaria y definitiva– se mata.
Hay varias razones para que Gould se haya impuesto en el recuerdo como dominante de la novela. Una es que, en aquellos tiempos, sabía poco de sus peripecias biográficas. Hoy la tónica está del lado de Wertheimer y su desmoronamiento, pero queda un malentendido a desbaratar: que el retrato de Glenn Gould es en gran medida y deliberadamente ficticio, por no decir falso. Los dos austríacos terminan abandonando y vendiendo sus pianos mientras Gould –que, es verdad, dejó de presentarse en público– continúa su carrera hasta morir de un paro cardíaco sobre su teclado (no es cierto, durmió durante el sueño). Vivía, dice la novela, recluido en las afueras de Nueva York (el canadiense nunca se alejó mucho de Toronto) y aprovechó la riqueza familiar para dedicarse día y noche a su instrumento (¡no!). Menos que menos tomó clases con Horowitz, que no perdía energías en esas trivialidades. Y así... El tiempo pasa, los cumpleaños se repiten, pero la literatura siempre regala nuevas inocencias que perder.