Un reino fabuloso en la pampa
Imaginación y armonía definen la casa de un diplomático argentino cerca de Mar del Plata; en la ciudad, la presentación de un libro de poemas revive el espíritu de Juan José Hernández
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¿Luis II de Baviera en las pampas argentinas? La comparación surge de modo casi inmediato cuando uno entra en el campo San Rafael del Reparo, en Batán, a unos 20 kilómetros de Mar del Plata, muy cerca de Sierra de los Padres. Pero hay, entre otras, una diferencia notable: Rafael de Oliveira Cézar, el hacedor de ese reino fabuloso (en el más literal de los sentidos), es de una simpatía irresistible y destila alegría de vivir, una contagiosa joie de vivre . Todos lo conocen simplemente como “Rafaelito”. No hay en él sombras románticas y melodramáticas que nublen el horizonte como sucedía en el caso del soberano bávaro. Jamás podría aplicársele, como a Ludwig, el apelativo de “Rey Virgen”. Durante más de cuarenta años, Rafaelito levantó en Batán una serie de construcciones de distintos estilos, y jardines de una fantasía extravagante y a la vez armoniosa. En el vasto parque, hay árboles de las especies más variadas, que le recuerdan a su propietario los países que visitó y en los que vivió mientras representó a la Argentina como diplomático. La propiedad es algo así como la autobiografía de su dueño. Los capiteles de algunas columnas provienen de Túnez; otros fueron rescatados en las subastas de estancias vecinas que él frecuentaba en la niñez y en la adolescencia. Rafaelito mezcló con osadía y desenfado estilos y épocas, guiado tan sólo por la memoria del corazón. Al costado de la tranquera, por ejemplo, hay un torreón como los de la Francia medieval. Y apenas se llega a los edificios principales, uno se encuentra con el pabellón reservado a la biblioteca, un manoir que remeda los erigidos en la campiña francesa del siglo XIX.
La casa principal es un castillo neogótico que evoca con sus ventanales de ojiva las fortalezas de Inglaterra. El comedor tiene el aspecto de una severa capilla cuya luz proviene de una claraboya art nouveau . Frente a una de las fachadas, hay un jardín italiano y a un costado, a modo de cita arquitectónica, se ve una recreación, hecha con humor e ironía, de la piscina del Museo Getty en Malibú. Al borde de la pileta, hay una serie de esculturas clásicas, presididas por una réplica del Discóbolo . Otra de las fachadas da a un jardín de simetrías perfectas en cuyo centro se abre un canal que se adentra unos 200 metros en el tapiz verde del césped. A los lados del canal, hay esculturas topiarias. El conjunto, de gran efecto, culmina en una gruta incrustada en una escalinata imponente que la cerca por ambos lados. Dentro de la gruta, hay columnas revestidas íntegramente de conchillas, mientras que la bóveda está hecha de estalactitas. En lo alto de las sierras, en medio de los bosques, hay dos templos neoclásicos de inspiración palladiana; uno, dedicado a la Fe; el otro, al Amor. Todos los días, Rafaelito abandona esa comarca de fantasía, su folly , para tomar un baño de mar en Playa Grande. A la luz del mediodía se interna nadando entre las olas, de las que emerge sonriente, el blanco pelo abundante, húmedo y rizado, la piel bronceada y los ojos claros. A veces, por un momento muy breve, en la mirada brillante se filtra un velo, como si el tiempo recuperado lo hiriera a pleno sol.
El jardín del Ocean Club de Mar del Plata, en lo que fue la casa de la famila Leloir, estaba colmado de público. Había muchos socios y también poetas como Rafael Felipe Oteriño y Carmen Iriondo. En un encuentro de escritores, la poeta Lía Rosa Gálvez hablaba de su libro Escribir la vida , del que leyó varios poemas. En las poesías de Gálvez se mezclan el tono lírico y la narración autobiográfica, por lo que la escritora dio en su charla muchas de las claves que fueron el origen de su obra. Contó hasta qué punto podía ser cruel la convivencia en los colegios religiosos de su niñez, donde aún estaba vigente la condena que caía sobre los chicos cuyos padres se habían separado. Las monjas se referían a esos hogares como "casas de pecado".
Al contar su vida de un modo muy íntimo y descarnado, Gálvez retrató distintos estratos y épocas de la sociedad argentina. Las lecturas, desde El tesoro de la juventud hasta las novelas de Salgari, la llenaron de curiosidad y la incitaron a formularse todas las preguntas que sus otras compañeras de internado no se atrevían a hacerse. La biblioteca fue el camino que la condujo a la libertad, pero antes debió soportar varias pruebas. La rebeldía impenitente hizo que la expulsaran de cuatro colegios, hasta que recaló en uno donde reinaban la alegría y los cantos, y los interrogantes hallaban respuestas.
Con la plena juventud, llegaron el amor y también la vanguardia en lo que Lía describió como "el templo de la desmesura", el Instituto Di Tella. Para ella, que desciende de Elena Sansinena de Elizalde, fundadora de la Asociación Amigos del Arte, y de Ignacio Pirovano, el interés por las actividades artísticas es una cuestión de familia: era natural que frecuentara a los que formaron parte de la movida cultural de la década de 1960. (Uno de ellos, Marcial Berro, que fue actor y, más tarde, en Nueva York y París, diseñador de joyas, estaba en el jardín del Ocean escuchando a Lía, junto con Claudia Caraballo, Susy de Bary y María Luisa Pereyra Iraola.) Después, Lía trabajó en moda y creó una marca, Cábala, que marcó un estilo muy personal. Pero nunca dejó de escribir. En su trayectoria de poeta, tuvo un encuentro fundamental con el escritor Juan José Hernández. Empezó por asistir al taller literario del gran cuentista tucumano y se convirtió en su amiga. Estuvo unida a él por la literatura y la amistad hasta la muerte de Juan José en 2007. Fueron veinticinco años de aprendizaje. A él, Gálvez le dedica un poema de Escribir la vida . Lo más curioso de esa noche en el Ocean Club fue que la presencia de Hernández se manifestó no sólo a través de las palabras de Lía, sino también en el modo en que ella leyó sus propios poemas. Los que conocían el modo de leer de Juan José, los que alguna vez lo escucharon, podían reconocer, en la entonación de Gálvez, la misma "intención" que Hernández ponía cuando leía versos. Más allá del tiempo, el ritmo de las palabras los seguía uniendo.
- Confesiones íntimas y descarnadas en su nuevo trabajo, Escribir la vida Lía Rosa Gálvez Poeta
- En su refugio campestre mezcló con osadía y desenfado estilos y épocas Rafael de Oliveira Cézar Diplomático