Un rato de espera tras una larga distancia
Antes de vivir acá yo pensaba que las noches en la playa eran silenciosas. En las ciudades se dice eso, y cuando venís de la ciudad a la costa escuchás silencio porque lo venís a buscar. Pero no. De noche en la playa se escucha el ruido del mar, se oyen bichos, pájaros, algunos pájaros de noche. También autos. La gente muchas veces llega de noche a la playa, para aprovechar el día. El siguiente, supongo.
Me levanto sin despertador y me acuesto temprano. Eso te hace la playa: te da sueño. O te aburre o te cansa, no sé. Quizás es porque estoy cerca del cielo y la luz y la oscuridad me pesan. Pero ya no tengo más insomnio. En Buenos Aires nunca podía dormir. Si tenía un examen o algo importante a la mañana siguiente me iba a correr a la madrugada dos o tres kilómetros, así me cansaba un poco y me dormía. Cuando vine para acá pensé qué bueno, ahora voy a poder correr en la playa cuando no tenga sueño. Pero acá no corro, me duermo enseguida. Aunque escuche los pájaros y los grillos y las fiestas y los autos me acuesto y me quedo dormida, no de golpe, despacito, sin darme cuenta. Me pasa al revés que en Buenos Aires: hoy, que me voy a querer quedar despierta hasta tarde, tengo miedo de no llegar.
Madreselva. Así se llama la señora a la que le alquilo la casita. Subalquilo, en realidad: Madreselva vive en la casa de al lado, le paga por las dos a un tipo que vive lejos y no viene nunca y se hace una diferencia con lo que me cobra a mí. También alquila el baño de su casa a los que vienen a la playa y no quieren hacer balneario. Te cobra 2 pesos el baño y el papel otros 2 pesos. Creo que cuando no estoy alquila también mi baño. Es gorda, rubia y rosada como un nene alemán. Le quiero pedir que por favor no alquile mi baño hoy que viene Soledad, pero me lo va a negar y se va a enojar. Tengo que cambiar la cerradura de casa y hacerme la tonta cuando me pida la llave nueva.
Mina es mi única amiga acá; con ella probé los aceites. Es profesora de yoga; en temporada el municipio le paga por dar clases en la playa todo el día. Fuera de temporada da clases a la gorra y en un centro de jubilados. Los traen a la playa en una combi dos veces por semana. A Mina le gustan los viejos porque se quedan y hacen toda la clase: los otros nunca se quedan, se van. Pasan, se enganchan un ratito y se van. Sin saludar ni avisar, porque la clase de Mina sigue sin ellos y porque pueden volver en cualquier momento, total termina cuando cae el sol. A mí también me gustan los viejos: son blanditos y se quejan mucho menos que la gente joven cuando les hago masajes. Los jóvenes siempre quieren más fuerte. Y se quejan mucho. Es mentira lo de los viejos quejosos. A muchos viejos del geriátrico de Mina les hago masajes. Le pedí que les avisara que hoy me tomo el día porque a la noche llega mi hermana. Que no los abandoné.
El aceite preferido de los viejos es el de eucalipto; me viene bien, porque es el único que hago yo misma en casa: es más barato así. Anoche justo preparé porque me quedé sin: tenés que usar otro aceite para que haga de vehículo, de habitación para las gotitas de eucalipto. Yo uso aceite de almendras, cuando consigo, y si no, de oliva, pero uno bien barato, para ahorrar y para que no huela mucho a oliva porque a la gente le da impresión. Lo que hacés es romper hojas frescas de eucalipto en una ollita con los dedos, para que liberen el aceite, estrujarlas. Agregás el aceite-habitación y calentás a fuego bajo por unas horas. Yo lo dejo tres o cuatro. Colás, enfriás y guardás. Los masajes con eucalipto son los que más se sienten. Es como que te desarman. Hay una sensación de fríocalor que te desorganiza el cuerpo. En el cuarto, el aire queda espeso también, por un rato largo. Dejo a propósito las ventanas cerradas para volver a la noche y que esté así, viscoso y herbal. Hoy duermo en una taza de té, pero no, porque el té es liviano, acuoso, como el mar. Hoy duermo en una olla llena de grasa y humo y olor a pastillas para la tos. En un guiso expectorante.
También hablé con Quelo, el chico que tiene moto y hace mandados a la ciudad y en temporada delivery. Creo que se llama Ezequiel pero no estoy segura. A Quelo se le nota en la piel que es de acá, no como Mina, Madreselva y yo. Se le nota en el color de la piel y en el ritmo al hablar, no pausado, porque no hace pausas, pausas hacemos las que hablamos rápido cuando queremos hablar lento; despacio nada más. Le pregunté si iba hoy para la ciudad y me podía traer una toalla grande y blanca, como las que usa Soledad, como las que usaba mamá. También le pedí un mantel cualquiera y una bandejita para el desayuno, si encuentra. Me dijo que no pensaba ir pero que no le molestaba, que estaba con tiempo y además yo nunca le pido nada.
* * *
Hace cinco años que no veo a mi hermana, pero la tengo en Facebook así que es como si la viera. Conozco a su bebé y a su marido: no se parecen. El bebé es varón; no sé cómo se llama porque no tiene Facebook, pero todos le dicen Chino. Tiene el pelo claro, finito y lacio, y se lo peinan para el costado como los viejos cuando se tapan la pelada. Camilo, el marido, subió un videíto de treinta segundos del bebé chupando un limón. Es muy expresivo Chino. Cuando muerde el limón frunce la nariz y se le inundan los ojitos, pero a los diez segundos se le relaja la frente y cuando termina está casi sonriendo, sonriendo con lágrimas. Camilo tiene el pelo oscuro y ondulado y lindos dientes. Parece grandote pero no sé qué altura tiene: no encontré ninguna foto en la que estén los dos parados con Soledad para comparar.
De su departamento conozco algunos ambientes. El cuarto de ellos y algo que parece un living; no el baño ni la cocina. Igual con lo que sé puedo imaginarme el resto. En el cuarto no hay tocador ni repisas así que el baño debe estar lleno de cremas, perfumes, espumas; las cosas que le gustan a Sole. El espacio femenino de la casa debe ser ese. Ahí se debe hacer la máscara de palta todos los domingos. Ahí se debe depilar con las planchitas esas de cera fría que compra en el supermercado y que ella dice que son tan buenas como la cera caliente pero mejores, porque no te dan várices. El living es enorme pero no hay mesa grande, solo una petisita con almohadones y una alfombra violeta, para sentarse, tipo japoneses. No creo que haya una mesa grande en la cocina: deben cocinar muy poco y comer casi siempre afuera, o pedir, sí, pedir delivery o comprar cosas congeladas. Ahora que tienen el bebé seguro que se quedan bastante en casa.
Lo que no sé es qué pasó con el gato. La última vez que nos vimos, en su departamento anterior, en Olleros, Sole había rescatado un gatito naranja rayado, casi bebé. En la veterinaria le habían dado unas vacunas y le habían dicho que estaba súper sanito. Me lo quería dar a mí porque ella se estaba yendo unos meses afuera, a hacer un curso, y yo me acababa de separar y estaba un poco sola. Quizás incluso quedamos en que sí, en que me lo iba a dejar a mí. En los días que pasaron entre que me fui y terminé acá, que habrán sido cinco, siete o doce, no sé, pensé quién se quedaría con el gato, si yo me estaba yendo. Lo debe haber ubicado en algún otro lado, con una de sus amigas o con alguien del laburo. Sole no es como yo, salió a papá: ella nunca se iría a la mierda dejando un gatito desamparado.
* * *
Cuando me dijo que iba a venir para acá no hablamos casi nada. Lo mínimo indispensable, las indicaciones para llegar a mi casa, la hora y que no se olvidara el Off que está jodido el dengue. Ah, le pregunté por papá, eso sí. Muy casual, «¿papá qué tal?», sin verbo. Así me podía contestar cualquier cosa. «Todo bien» o «trabajando mucho» o «como siempre».
Me dijo que me mandaba saludos. No sé si será verdad: quizás ni siquiera le dijo que venía a verme. No sé si lo pondría triste o contento, y si lo pusiera triste, tampoco sé si sería enteramente culpa mía; yo siempre le hice acordar más a mamá, incluso antes de venirme para acá. Soledad me avisó que llegaría cerca de las nueve; yo le dije que la esperaba en casa, que no la iba a buscar a la terminal porque no me gusta andar en bici de noche y no tengo auto. Me contestó «por supuesto»; no entendí si era «por supuesto, no te preocupes» o «por supuesto que no tenés auto». La mañana la pasé limpiando, ordenando mis cositas para que hubiera lugar para las de Sole. No le pregunté cuánto se quedaría pero quiero que entienda que se puede quedar todo lo que quiera. A la tarde me dediqué a buscar una almohada entre mis vecinos: me olvidé de pedirle a Quelo y ahora no le llegan mis mensajes. Yo puedo dormir sin y hasta me gusta más, pero Soledad no me va a creer y se va a sentir incómoda. Igual ya son las ocho y está todo cerrado, no va a quedar otra, a menos que Quelo reciba tarde mis mensajes y me ofrezca una almohada de su casa. Eso sería lindo. Me voy a duchar y el baño está impecable. Lo de Madreselva son ideas mías: solo alquila el suyo, pobre.
No sé si Sole va a querer comer. Ayer dejé lista una salsa de tomate y compré albahaca, oliva y queso, así si tengo que improvisar unos fideos lo resuelvo en quince minutos. También compré un vino, un pinot noir, la cepa que le gusta a ella. Yo no tomo vino desde que llegué acá; solo para los cumpleaños de Mina, porque ella insiste. El olor a alcohol me hace acordar a Buenos Aires y a dormir mal, que para mí son un poco lo mismo.
* * *
—Me duele la espalda.
Madreselva nunca me habla en la mitad del mes, mucho menos me golpea la puerta. Creo que es la primera vez que viene a mi casa desde que vivo acá. Y la primera vez en mucho tiempo que la veo parada, lejos de la mecedora que ocupa siempre entre donde vive ella y donde vivo yo. Es imponente, majestuosa. Es un pedazo de la Muralla China.
Le ofrezco llamar a Mina, a ver si tiene un relajante muscular o alguna cosa para tomar, pero niega con la cabeza y se apoya las manos sobre los hombros.
—Un masaje necesito, vos hacés eso. Un masaje y nada más.
—Está por venir mi hermana, Madreselva. En una hora está llegando y ya dejé la casa lista.
—Con veinte minutos seguro te alcanza, nena. No te pongás pesada.
No parece estar pidiéndome un favor. Voy a buscar mis piedras, mis frasquitos, y una alfombra para poner en el piso: dudo que mi camillita plegable resista a Madreselva. Le pido, forzando una familiaridad que no tenemos, que se desvista
y se ponga boca abajo, con la cabeza para el lado derecho (en realidad da igual el lado, pero para sonar decidida).
Palpo los costados de Madreselva buscando la contractura. Los huesos de la columna aparecen en la piel solo hasta las cervicales; de ahí para abajo están escondidos entre los pliegues de la carne. Encuentro los omóplatos y los rodeo con los dedos. «Ahí mismo», me dice Madreselva, «es ahí que me duele». Me pongo en las manos un poco de aceite de eucaliptos y empiezo a amasar. Algo en las fibras se va abriendo y despegando.
El reloj, que me saqué para no lastimar, dice que ya son y veinticinco. En cinco minutos llega el micro de Sole. ¿Tendría que haberla ido a buscar a la terminal? Quizás podría haber ido con Quelo, aunque no entramos los tres en la moto. Le tendría que haber pedido a él que la buscara a ella. Me la imagino agarrándose de la cintura de él, con las uñas cuadradas. Algo de Soledad quedaría para siempre en la imagen que tiene Quelo de mí. Cada vez que me viera, la vería a ella, los ojos más grandes, las manos más largas y el cuello más blanco. Pero quizás hubiera sido peor: Soledad hubiera pensado que me lo cogía, que me vine por él, que acá estoy cogiendo como chancha mientras ella se queda con papá.
Levantando el ala derecha de la espalda de Madreselva percibo el final de una cicatriz que viene de la panza. No estoy segura pero podría ser la marca de una cesárea. ¿Tendrá hijos? Jamás se me había ocurrido. ¿Dónde estarán? Deben ser grandes, más grandes que Soledad y que yo, tendrán los años de Mina, más o menos. Tal vez se fueron todos de la casa de Madreselva, en Villa General Belgrano o La Cumbrecita, el pueblo nazi del que sea que venga, y ella decidió vender todo y venirse para acá, a estar más tranquila. O quizás un día se rayó y se fue a la mierda y nadie sabe dónde terminó. Quizás una de sus hijas se fue también a la mierda y otra se quedó, bancando la parada. En un salto enorme, Madreselva se pone en cuatro patas.
—Ya me siento mejor, nena —se levanta redondita, lo último que llega arriba es la cabeza, como hace Mina cuando enseña yoga. —Mañana si Quelo me trae las cosas te hago un budín inglés. Para que tomes el té con tu hermana.
Me lavo las manos con agua caliente para sacarme el aceite, pero el olor a eucalipto no se va.
Entonces me acuerdo de la noche anterior, de la ollita de cobre y las ventanas cerradas: ¿se sentirá todavía la casa caldosa? ¿Le gustará a Soledad mi guiso expectorante? No me di cuenta de lo tarde que se hizo. Son las 21:15 y me siento a esperarla. En cualquier momento llega. La hora la puso ella; quería llegar de noche.
- Tamara Tenenbaum. Nació en Buenos Aires en 1989. Es licenciada en Filosofía y periodista. En 2017 publicó el libro de poemas Reconocimiento de terreno. En 2019 editó con gran repercusión el ensayo El fin del amor. Querer y coger.
- Nadie vive tan cerca de nadie (Emecé/Notanpüan). El libro que contiene "Siempre se van" obtuvo el premio Ficciones otorgado por el Ministerio de Cultura, en 2018.
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