Un profeta en la pampa
A cuarenta años de la muerte de Ezequiel Martínez Estrada, su obra sigue incitando al debate sobre las contradicciones, los conflictos y las claves de la sociedad argentina
En el invierno de 1956 un escritor amigo, el ensayista Juan Antonio Salceda, llegó a Bahía Blanca y me invitó a acompañarlo en una visita a Ezequiel Martínez Estrada. Salceda era optimista: creía que el prestigioso y polémico autor de La cabeza de Goliath iba a regocijarse con la presencia de un estudiante como yo, recién inscripto en la universidad local. A poco de instalarnos en aquella casa de la Avenida Alem, las filosas ironías del viejo profeta denotaron lo contrario: "A veces los estudiantes pasan por aquí y me tocan el timbre -dijo-, atraídos por la luz de una lámpara. Pobres mariposas; vienen a quemarse las alas". Esa primera impresión de que aquel lobo estepario no quería saber nada con los jóvenes me hizo sentir que no tenía nada que hacer allí. Sin embargo, al despedirnos, el dueño de casa me descolocó: "Vuelva cuando quiera -dijo sonriendo-; será un placer".
Mis visitas al chalet de la Avenida Alem, solo o con compañeros de la facultad, se hicieron frecuentes; escuchábamos sus encendidos alegatos y sus vendavales de diatribas, pero de golpe aparecía una frase serena, el trato afectuoso, el remanso sonoro de una cita de Virgilio. Así, aquellas tempranas experiencias nos dieron una ilustración vívida de lo que se escribiría tantas veces sobre él: Martínez Estrada era un hombre de aristas múltiples, movido por ostensibles contradicciones.
Había llegado a Bahía Blanca en 1949 y allí vivió hasta su muerte (a los 69 años, en la primavera de 1964), junto con su mujer, la pintora italiana Agustina Morriconi. No tuvo descendencia familiar pero sí algunos herederos en el plano intelectual, escritores argentinos que atendieron al luminoso modelo de su visión, crítica y contestataria, de la historia de la cultura nacional. Nacido a fines del siglo XIX en un pueblo santafesino, en 1932 obtuvo el Primer Premio Nacional de Literatura; Manuel Gálvez, que recibió el segundo premio, se sintió defraudado y protestó por la preminencia del que calificó "un poeta de segunda". A los 37 años, Martínez Estrada vivía así sus primeros enfrentamientos, los que se multiplicarían al año siguiente, cuando publicó su entonces polémica Radiografía de la pampa. Con el dinero del premio compró tierras en Goyena; años más tarde, unos arrendatarios le ocuparon el campo y le generaron un conflicto judicial, enredado en cuestiones políticas que le ocasionaron otro género de enfrentamientos. Hacia su madurez, irritaba a todo el mundo: aunque exaltaba a las masas populares, para el peronismo era un "gorila"; la derecha lo sentía como un agitador y la izquierda lo consideraba anarquista?
La ruina familiar lo había obligado a abandonar sus estudios y a convertirse en un modesto funcionario de Correos; el eclecticismo del autodidacta que devoraba todo el saber de su tiempo se vislumbraba en sus tironeados vaivenes: admiraba a Sarmiento -y en algún sentido era su continuador- pero se ensañaba con él; defendía a José Hernández y a los escritores criollos, y al mismo tiempo se entregaba a Hudson y los viajeros ingleses. También se alimentaba espiritualmente de los clásicos europeos, Montaigne, Nietzsche, Tolstoi, Kafka y, especialmente, Balzac, a quien al final de su vida dedicaría un ensayo que editó la Universidad del Sur. Con un entrecruzamiento de disciplinas asombroso, Martínez Estrada acometió la monumental Muerte y transfiguración de Martín Fierro, mezcla de antropología, historia, psicoanálisis, lingüística, entretejidos en un discurso creativo y genial pero a veces desbordado, arbitrario y -sobre todo, como lo señalaron las críticas de la época- exento de concentración y síntesis. No obstante, redescubrir la figura de José Hernández bajo la luz del döppelganger y de teorías de Otto Rank sacudía las convenciones de la visión académica con un impulso estimulante, inédito.
El grupo Sur
"Nos hablaban de una patria construida por héroes que sonreían desde la inmutabilidad del bronce, pero bastaba levantar un poco la alfombra para ver las contradicciones, para descubrir un paisaje de lodo y de sangre." Era una frase que, con variantes, Martínez Estrada repetía cada tanto. Esa comprobación, seguramente, se remontaba a su juventud, el tiempo en que advirtió que la historia escrita del país no era tan coherente como pretendía la historiografía consagrada. Con la intuición de un iluminado, el pensador autodidacta entrevió ciertas claves ambivalentes de la realidad argentina, un vaivén entre la visión de Sarmiento y la de José Hernández, una oscilación entre lo "civilizado" y lo "bárbaro", categorías que, en sí mismas, nunca habían sido del todo excluyentes ni claras. Ni tan ciertas. El pretendía establecer algo inmutable, coherente, pero la historia se le presentaba antojadiza, mutante: sólo el descubrimiento de algún rasgo metafísico del ser nacional podía aportar algún orden. La dicotomía sarmientina "civilización/barbarie" carecía de sentido. El devenir de la Nación, ese "paisaje de lodo y de sangre", era "un juego de fuerzas centrífugas y centrípetas de un sistema en equilibrio". Y ese sacudimiento agónico en busca del ser era lo que subyacía en Radiografía de la pampa.
Pero en sus diversificadas militancias intelectuales no sólo contaba la búsqueda ontológica de lo nacional; en el horizonte de Martínez Estrada la estética europeizante -francesa, rusa o anglófila- también movía sus afectos y, en ese plan, formar parte del grupo Sur (¿otra contradicción?) ocupó una etapa de su vida. Era inevitable que esa gente pasara a integrar, en el último tramo de su existencia, el repertorio de sus denuestos. Pero rescataba un gesto humanitario del alma mater de ese grupo, Victoria Ocampo, con quien mantuvo un rico intercambio epistolar. Ocurrió que a fines de los años 40 una extraña dolencia (una neurodermatitis melánica, complicada por hiperqueratosis) postró a Martínez Estrada durante cinco años; era una enfermedad que ennegrecía su piel y la salpicaba de llagas. "Los enfermeros retiraban mis sábanas y las quemaban", recordaba. "Le debo a Victoria -reconocía- sus visitas al hospital, su ayuda económica para afrontar los tratamientos." Y concluía con una de sus frases desafiantes: "Si sobreviví, me puedo permitir seguir escribiendo cosas que a muchos les molestan". Y uno de los últimos gestos que movieron a irritación fue su admiración por Cuba, en cuya primavera revolucionaria se insertó para escribir una exhaustiva biografía de José Martí. Pero allá también tuvo su rapto contestatario, cuando enfrentó a la policía castrista por allanamientos a intelectuales.
Rescate del narrador
Sobre ciertos autores se escribe más de lo que en realidad se frecuenta sus textos. Esto ha ocurrido con la obra de Martínez Estrada en general, pero en especial con su narrativa, hoy casi olvidada. Compiladas en volúmenes raramente reeditados, sus ficciones reelaboran, por la vía de alegorías o paralelismos a veces cargados de atmósferas kafkianas, conflictos del país o sus propias desazones existenciales. La inundación, Tres cuentos sin amor o Marta Riquelme transitan por esos sacudimientos con una prosa que trasunta, con aspereza, soledad, desamparo, vejaciones.
Lo curioso es que este bloque soslayado de su obra condense el oficio que en Ezequiel Martínez Estrada despertó más fervor y deseo. Un deseo incumplido, en buena medida, porque nunca alcanzó a canalizar su aliento caudaloso en la estructura de la novela. Así se desprende de la correspondencia que mantuvo con el escritor italiano Attilio Dabini y que se publicó parcialmente en este mismo suplemento: "no he podido dedicarme a lo que hubiera querido (la novela) y ya es tarde. Para nada acopié tanta experiencia como para esa clase de obras. Pero tuve que hacer en la vida muchas (¡cuántas!) cosas contra mis propósitos".
La sagacidad de Dabini descubrió en Martínez Estrada, "por su carácter y por su tono, un escritor de estirpe dantesca". El ácido profeta de la pampa se sorprendió: "Estoy admirado -y un poco atemorizado- de su perspicacia -le respondió-. Menciona usted a mi guía y maestro: Dante. Por él existo yo, a él todo se lo debo. [...] Siempre he creído que sin su ayuda, sin su rama dorada, yo no habría podido atravesar el Infierno, ni habría visto sino la selva oscura".
En no pocos sentidos fue un precursor, pero su apasionamiento lo proyectaba en tantas orientaciones y generaba tales cortocircuitos que fue y será difícil seguirlo. Algo que, por lo demás, tenía muy claro: "Estoy acostumbrándome a la soledad verdadera, como el que se prueba el ataúd". Con sus paradojas y sus desconcertantes virajes, sin embargo, Martínez Estrada buscó no la coherencia sino las contradicciones -precisamente- del ser nacional, con una voz encendida, con un discurso que, como el de Sarmiento, sigue provocando un tembladeral en las raíces del lenguaje.
Cronología
1895. El 14 de septiembre nace en San José de la Esquina, provincia de Santa Fe.
1918-1929. Publica seis libros de poemas.
1932. Obtiene el Premio Nacional de Literatura por Humoresca y Títeres de pies ligeros.
1933. Publica Radiografía de la pampa.
1940. La cabeza de Goliath.
1944. Publica La inundación y La cosecha (cuentos).
1945/47. Sarmiento. Meditaciones sarmientinas. Concluye la redacción de la monumental Muerte y transfiguración de Martín Fierro.
1949. El mundo maravilloso de Guillermo Enrique Hudson.
1956. Marta Riquelme y Sábado de gloria (narrativa), y los ensayos políticos más furibundos: ¿Qué es esto? Catilinarias; Cuadrante del Pampero; Exhortaciones y Las cuarenta. También El hermano Quiroga.
1961. Se radica en Cuba y redacta parte de lo que será Martí revolucionario.
1964. Regresa a Bahía Blanca y prepara la edición de Realidad y fantasía en Balzac.
En la misma ciudad, muere en la madrugada del 4 de noviembre.