Un predicador con cincel
Empecemos por el final, cuando termina la película y se encienden las luces de la sala donde no ha quedado ni una sola butaca libre. Lo primero que se ve es la emoción. Así, tal cual: se ve, no solo se oye en los aplausos. Entonces, atrás, en la mitad de la última fila, el único que se levanta es el protagonista –un metro sesenta, 93 años y paso ágil– que va hacia el frente para encontrarse con la directora del documental. Juntos comienzan un diálogo con el público, un ida y vuelta que es tanto o más conmovedor que lo que acaba de proyectarse en la pantalla. “Nada de lo que hago es decorativo”, dice el artista cuyo nombre, Leonardo Dante Vinci, pareciera haberlo predestinado. “Es una mirada de la realidad que da testimonio de un estado interior, que refleja el lugar y el tiempo que uno habita. Podría ser poeta, músico, escritor. Se trata del misterio que hay en nuestro corazón, del ser humano frente a sí mismo”.
El festival de cine independiente Bafici le dio así campana de largada al recorrido de Vinci, cuerpo a cuerpo, el trabajo sensible y paciente de Franca González, que seguirá haciendo su propio camino. En la vuelta a casa, es imposible no recomendarlo a los amigos: el subte parte de la estación 9 Julio al mismo tiempo que del celular salen los primeros mensajes que llevan las coordenadas. Hoy, viernes 3 de mayo, a las 18, lo darán en el CCK, y todos los domingos de este mes, en el mismo cine arte de la Diagonal Roque Sáenz Peña y Cerrito, que ahora se llama Cacodelphia. Después de cada función, la directora, Leo y Marina Dogliotti –compañera de vida y de taller del escultor– estarán presentes para conversar con la audiencia.
Pero volviendo a aquel sábado, uno de los primeros mediodías con sol del nuevo otoño, en el intento de transmitir con palabras lo que esos gigantes de mármol, madera y metal tienen para decir, son las voces espontáneas de la gente las que revelan el poder de producir un cambio que tiene el arte. La hija de una alumna del taller de Leo Vinci hizo llorar a todos: los últimos días de su madre, recientemente fallecida, no hubieran sido iguales sin ese espacio de creación ni la guía del maestro. También estaba en la sala la mujer que minutos antes, desde la pantalla, recibía al escultor en la Casa Rosada, donde rodaron una jornada alrededor de dos grandes obras suyas que se exponen allí. “Yo no soy docente, soy un predicador”, reitera él, sentado en el borde del escenario, las piernas colgando en un balanceo sutil, agradecido porque el film haya encontrado un foco tan infrecuente para contar su vida. Esa misma afirmación la pronuncia en un momento de la película, que no cae en el recurso de las entrevistas directas, sino que se mete en los quehaceres y el ritmo cotidiano de un taller que no pareciera pertenecer a este mundo en el que vivimos hoy. “¿En dónde queda ese lugar, se puede visitar?”, pregunta una tercera persona, al micrófono. Fue la vieja panadería que abastecía a los barcos, en el límite entre La Boca y Barracas; restaurada, se asemeja a un mega invernadero, pero con el verde por fuera, que ingresa a través de las paredes y los techos vidriados. Por dentro, hay seres extraordinarios, olor a aserrín, polvo de la piedra, hierro quemado; restos de materiales en el suelo establecen un paralelismo con las imágenes de archivo del bombardeo del 55 en Plaza de Mayo, del que un joven Vinci se refugió en el subte. Tanguero, lunfardista, el escultor es más filósofo que otra cosa; un pensador con cincel y martillo, cuchara y espátula, soldador y pulidora, metro y calculadora, además de raras herramientas de invención propia. Crea máquinas, como el renacentista. Frunce el ceño, se duerme en la mecedora, y al despertar trae algo más, siempre hay algo más.
“Clavando mis raíces en esta tierra…”, estaba diciendo cuando alguien con la remera del festival avisa que hay que desocupar la sala. La función había comenzado lamentando que la cultura esté siendo avasallada. Al final, prima la idea de la trascendencia.
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