Un poeta en el campo de detención
La habitación enorme, el clásico de e.e. Cummings, también es centenario
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Ya se ha dicho: 1922 fue el annus mirabilis de la literatura moderna y, cien años después, le tocó a este 2022 que termina reinterpretar sus obras inoxidables, del Ulises (aparecido en febrero de hace un siglo) a La tierra baldía (aparecido en diciembre).
Entre los libros de aquel 1922 hay, contra todo, uno que aparece relegado y refleja como pocos los malestares de aquel tiempo y del que le seguiría: The Enormous Room. Lo firma e.e. Cummings (1894-1962), poeta adicto a las minúsculas, que también experimentó con los neologismos, las rarezas sintácticas y los juegos tipográficos. Woody Allen lo hizo conocer a un público más amplio cuando incluyó uno de sus poemas en Hannah y sus hermanas, aquel que termina: “Nadie, ni siquiera la lluvia tiene manos tan pequeñas”.
"Cummings presenta la deshumanización como un absurdo y la combate con el genio agudo del bufón"
La habitación enorme –así se lo tradujo– recuerda poco, sin embargo, a sus etéreos y flexibles versos modernistas: es una novela autobiográfica sobre su experiencia como prisionero. El joven Cummings, formado en Harvard, encontró que la Primera Guerra Mundial en Europa podía ser un buen catalizador para conjurar los planes familiares (aunque no se llevaban mal, el padre vetaba su vocación, que además de la literatura incluía el dibujo). Se anotó entonces con su amigo William Slater Brown (B., en el libro) como voluntario en un servicio de ambulancias estadounidense de la Cruz Roja. Es posible que no fuera más que un subterfugio para conocer París y su bohemia. Los dos tardaron cinco perezosas semanas en sumarse a sus puestos. Pronto, unas cartas de B. (hablando mal de los franceses y los estadounidenses, mostrando supuestas simpatías por el enemigo alemán) fueron interceptadas por la censura y llevaron a que se los considerara espías. Comenzó entonces su ordalía. Cada uno por su lado, los amigos terminaron en La Ferté-Macé, un campo de detención en Normandía.
La habitación enorme anticipa la futura literatura concentracionaria por su claustrofobia y la descripción minuciosa de las crueldades a las que se ven sometidos los hombres reducidos a ese cuarto inmenso y abarrotado del que apenas tienen permitido salir. En una unidad separada, detrás de una empalizada que busca impedir el contacto, hay mujeres en la misma condición. La perspectiva del relato, de todas maneras, contradice los lugares comunes. Cummings es un recluso abrumado y desconcertado, pero también un artista de los nuevos tiempos dispuesto a optimizar la calamidad a la que lo someten. La prosa busca un fraseo coloquial y zumbón, de sonoridad eminentemente estadounidense. En la descripción de la saña de los carceleros hay asombro, pero sobre todo ironía. Los retratos de varios compañeros de infortunio –no hay grandes criminales, si no personajes curiosos– aglutina a modo de coro la monotonía del confinamiento. Todos ellos y sus actividades producen un extraño runrún, ritmado por la presencia babélica de otras nacionalidades y la música de las muchas frases citadas en francés.
Como contemporáneo atento a Joyce, Cummings también propone un paralelo literario: en vez de la Odisea, se vale de The Pilgrim Progress, la alegoría cristiana de John Bunyan, a la que le cambia el signo. Su peregrinación es inmóvil, pero el despojamiento es una vía de acceso a la ética del futuro artista.
La habitación grande sigue siendo tan original que, leída hoy, resulta incómoda y paradójica. Las humillaciones, el hacinamiento, la comida son los males más a mano. Lo más extremo pueden ser el pain sec, el ínfimo cabinot de castigo o la amenaza de traslado a una prisión mucho más brutal. Cummings presenta la deshumanización como un absurdo y la combate con el genio agudo del bufón. En la guerra mundial siguiente, en los gulags, en Primo Levi, en Solzhenitsyn, ya no habría margen, claro está, para tamaño humor a contramano.
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