Un poderoso instante de silencio
Poto lleva la delantera, es el guía que cualquiera querría tener. Va con paso tranquilo, contemplativo, pero atento al grupo: unas veinticinco personas entre adultos, jóvenes, adolescentes y niños muy pequeños. Además del calor, todos tienen algo en común esta mañana de verano en el Parque Provincial Sierra de la Ventana: fueron hasta allí buscando una porción de naturaleza en medio de las vacaciones. Lo que no saben todavía en el punto de partida del Sendero Claroscuro es que ninguno se irá de la misma forma que llegó.
Al frente de la expedición, este hombre apasionado por contar, por preguntar y sobre todo por escuchar propondrá al grupo de desconocidos, que apenas si han alcanzado cruzarse una mirada, superar juntos “los cinco desafíos”. Nada de alturas récord ni de trepar imposibles; tampoco extravagancias, pruebas de velocidad ni de resistencia. Los retos que él plantea, uno por uno, parecen más sencillos que avistar a un caballo salvaje –andan por ahí, están sus rastros– y no hay quien no quiera lograrlos. Primero, se trata de recorrer un camino sin emitir palabra; después, de hacer un tren humano y viajar del pastizal al bosque con los ojos cerrados tomados de los hombros del vecino (si el de adelante se agacha, habrá que imitarlo, pero si uno habla, chau, pierden todos). Hazañas como esta invitan a confiar. Cada tanto, el guía consulta cómo se sintieron, qué percibieron, si estuvieron cómodos. Halaga a los que se animan a compartir sus impresiones, no les insiste a quienes eligen callar.
Como cada punto se gana en equipo, Poto informa que para cumplir la siguiente prueba hace falta elegir a una persona “inteligente” y organiza la votación. Claro que antes de ungir al valiente se discute qué es la inteligencia, sin que haya una respuesta correcta (son formas de ver). Una chica de doce años y anteojos redondos resulta designada para llevar a cabo la misión: reconocer a través del tacto un árbol que previamente, y sin saber bien para qué, había elegido con los ojos tapados en el medio del bosque. La celebración de la victoria es ruidosa, aunque antes, justo antes del ¡sí, bravo, lo conseguimos!, existe un segundo de muda admiración.
Finalmente, la experiencia en el parque no es extrema, no es extensa, no es extenuante, pero sí extraordinaria. En buena medida porque pulveriza una serie de lugares comunes, como el valor del silencio, que no es de Perogrullo, una verdad obvia.
Hace apenas unos días, el genial coreógrafo británico Akram Khan se refería de varias formas a este preciado bien. En una entrevista con Carmen Gloria Larenas, directora del Teatro Municipal de Santiago de Chile, que se pudo seguir por streaming en el marco del festival Santiago a mil, el creador de origen bangladesí intentaba transmitir, por ejemplo, la potencia que tiene el silencio que un artista oye en el escenario cuando termina una obra, con miles de personas en la sala, antes de que se inicie el aplauso. Confesaba, también, como corolario de una reflexión sobre la tecnología –y sobre la reducción de los tiempos de atención que se está agudizando–, que le provoca tristeza que estemos perdiendo la capacidad de estar en silencio. Y hasta ofrecía un anagrama simple, que juega con las seis letras de la palabra listen (escuchar, en inglés) para formar otra, silent (silencioso). Daban ganas de cantarle ese tema de Drexler que dice: “No encuentro nada más valioso que darte/ Nada más elegante/Que este instante/ De silencio”.
La relación entre la salida a la naturaleza y Akram Khan puede parecer caprichosa o virtuosa. Se estrecha en un momento de aquella conversación inicialmente enfocada en presentar El libro de la selva, la obra más reciente del coreógrafo sobre el clásico de Kipling. Casi al descuido, lanza una fórmula irresuelta: “Ver para creer o creer para ver”. Y entonces uno vuelve a convocar a los sentidos y a la confianza y a la ilusión de que tal vez sí estemos conectados.