Un poco de humildad
Hay un calendario que no enumera días y meses. Está hecho de los ciclos que este planeta se ha tomado 4600 millones de años en diseñar y depurar. Quizá con la ciega, pero persistente sabiduría de la naturaleza. Quizá con una forma de consciencia que habita más allá de los rigores del tiempo y que, simplemente, nos trasciende y que podría no ser sino la expresión de la mente de Dios.
Pero somos capaces de advertir los destellos de la mente divina en esos ciclos, en esas repeticiones que tienen algo de milagroso, porque no los controlamos, porque ignoran con desdén nuestra robusta y a la vez ingenua voluntad de poder.
Esta es la época en la que aparecen las luciérnagas. Al atardecer, cuando la noche solo se insinúa y todavía queda un último renglón de resplandor crepuscular, aquí, en mi campito (me resisto a llamarlo jardín), empiezan a parpadear en el aire sus chispas impredecibles de luz verde y volátil. Hubo un tiempo que recuerdo bien, medio siglo atrás, con aires más puros y diáfanos, en que el atardecer se alumbraba de bichitos de luz. Hoy son unos pocos que me rodean cada crepúsculo y que observo con una emoción a la vez dichosa y herida, porque sé que es probable que sean las últimos. Un día, inexorablemente, las luciérnagas dejarán de brillar también aquí.
Estos son los días en que florecen el ligustro y el jazmín de leche, cuyos perfumes inundan la casa y los alrededores, y la experiencia es tan paradisíaca que hasta inspira sospecha. Pero a no preocuparse, el ligustro solo durará hasta noviembre, cuando lleguen unos pequeños y numerosos escarabajos de color marrón claro que una de mis perras (ya lo sé) se dedicará a cazar con método y una atención que le envidio.
No me pregunten qué son estos bichitos; hay 35.000 especies de Scarabaeidae. Para mí, son sinónimo de noviembre, antes del calor bochornoso y de las cigarras. Antes de que Orión pase gran parte de la noche cerca del cenit.
Las golondrinas llegaron hace más de un mes y nidificaron, como siempre (ya hay algo así como un siempre, en esta casa que construí hace tan solo ocho años), en la galería. El domingo una entró en la cocina, porque no siempre aciertan con la ubicación de sus nidos (o porque esta casa también lo es), y terminó asustada y temblorosa detrás de una heladera. Descubrí que muchas personas temen sostener un pajarito con la mano, por miedo a romperlo. No fue fácil, pero al final conseguí atraparla y cuando la liberé se fue volando y rezongando. Recordé entonces que las golondrinas cantan mientras vuelan; supongamos que fue un “gracias”.
La primavera todavía está dudando, lo habrán notado. Pero pronostican un verano infernal. Aquí todavía los árboles son pocos y jóvenes, pero van poblado el lugar. Pueden salvar vidas y una cantidad no pequeña de dinero. ¿Por qué? Porque los árboles reducen hasta seis grados la temperatura ambiente. No es lo mismo 36 que 30, ya saben, y esperemos que los fresnos, las casuarinas y los aguaribayes que tenemos aquí y que ya llegan a modestos ocho o nueve metros de altura, nos ofrezcan un poco de alivio.
No son nuevos los relojes de sol, y la Luna nos marcó los meses desde que existimos. Pero estamos rodeados de sutiles segunderos universales. Hay un instante, exactamente a mediados de diciembre y exactamente al mediodía, en que un haz de luz entra por el esbelto ventanal de la escalera, y entonces no solo sé que quedan solo quince días del año, sino que esa estela brillante volverá puntual, cada año, todos los años.
Pero me pregunto: si en esta modesta escala está el ir y venir de las hormigas y las abejas; las puntuales libélulas; las mariposas, que parecen siempre desorientadas; el lucero imperturbable; las gardenias invencibles, y los amaneceres circulares y eternos, ¿qué más hay más allá? O bien: ¿cuánta humildad deberíamos procurarnos para siquiera empezar a entender?
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