Un pasado contemporáneo
Se publica Ayer, del chileno Juan Emar, un original vanguardista latinoamericano
Ayer
Por Juan Emar
Hay escritores del pasado que proponen un desafío impertinente: riéndose de toda convención estética y cronológica, incitan a que sus lectores los tomen por estrictos contemporáneos. Es lo que ocurre con el chileno Juan Emar (1893-1964), uno de esos díscolos, segregado por la historia literaria, que prescindió voluntariamente del presente que le tocó en suerte y escribió con la vista puesta en el futuro.
Emar nació como Álvaro Yáñez y era uno de los vástagos de los propietarios del diario LA NACION de su país. En el prólogo de Ayer , su connacional Cecilia Rubio traza un minucioso perfil del solitario y excéntrico papel que jugó dentro de las filas vanguardistas de las primeras décadas del siglo XX. Durante los años veinte se dedicó a escribir crítica de arte moderno en el diario familiar. Esas intervenciones tuvieron su prolongación en una obra literaria escasa y originalísima: además de Ayer, dio a conocer las novelas Un año y Miltin 1934 (las tres de 1935) y un único libro de cuentos (1937). Umbral , la novela inconclusa que escribió durante el resto de su vida, fue publicada de manera parcial en Buenos Aires una década después de su muerte y luego, en cinco volúmenes, en su país natal (1996).
El seudónimo Juan Emar, que juega con la expresión francesa J´en ai marre ("Estoy harto"), puede tomarse como una declaración de principios sobre los callejones sin salida que el escritor veía en el arte tradicional. Su posición iconoclasta, sin embargo, anota Rubio, sufría una complicación añadida: el de haber sido narrador en un tiempo y espacio en que la originalidad literaria se toleraba en poesía, jamás en la prosa. Esa anomalía, que agobió la circulación de sus obras, lo redujo a frecuentar otros ámbitos artísticos, principalmente el pictórico, que dejó evidentes huellas en sus textos.
Ayer es una de esas novelas en las que todo parece guiado por el azar y sus conexiones automáticas. El protagonista se desplaza junto con su mujer por una ciudad imaginaria, San Agustín de Tango (la reproducción de un mapa permite entender los recorridos de los personajes por esa maqueta literaria), y es testigo de acontecimientos diversos, de un guillotinamiento a la deglución de una leona por un avestruz. La velocidad impera: la del traslado físico, pero sobre todo la de las frenéticas reflexiones que circulan por la conciencia superficial del héroe. Cada capítulo termina con una frase motor, un "vamos, vamos" que lanza a la pareja hacia una nueva escena.
Este personaje al que las más vastas percepciones le vienen en los urinarios, que se jacta de "la receptibilidad boba de su sensibilidad de artista" (una frase que bien podría haber acuñado Felisberto Hernández), que sale a registrar el cosmos para después volver a su casa a ponerse los zapatos y concluir que "este día pasará, vendrá otro y otro, y uno seguirá para no caer de bruces", tiene la vocación de un auténtico flâneur : registra el mundo instituido y lo objeta desde un ángulo insólito. Hacia el final, esa perspectiva se acentúa. Ya no hay movimiento horizontal. El protagonista cuelga del borde de un precipicio sostenido por un elástico, y desde las alturas observa, allá abajo, todo su pasado sin la solución cronológica del tiempo, como si Emar, desde la prosa, quisiera remedar el viaje en paracaídas de Altazor , el celebérrimo poema de Vicente Huidobro.
Ayer ostenta una imaginación potente y extraña. Es posible que muchas de sus líneas escondan anacrónicas referencias crípticas (Emar se interesaba por el ocultismo), pero leído hoy, en este imperfecto futuro que su autor atesoró, se revela como un precioso eslabón perdido: el que explica, sin quererlo, a Felisberto, a Virgilio Piñera, al ecuatoriano Pablo Palacio y, por nombrar a un autor actual, a César Aira, que tiene páginas que se le parecen tanto.