Un par de zapatos en la vidriera
Hace tanto que no pienso en mi abuela. Será porque ni siquiera tengo fotos de ella como para obligarme a hacerlo. Y es que ella odiaba las fotos. Si alguien tomaba una cámara y pedía una sonrisa, que se junten todos en un mismo rincón, ella no iba; y si le robaban un instante y se percataba de ello, se tapaba la cara. Así salía cuando revelaban el rollo, con su mano pecosa sobre el rostro, la alianza dorada en el dedo, entre su permanente blanca. Hace tanto que no pienso en mi abuela. Es como si no tuviera motivos para hacerlo pero no es cierto porque está el amor, mi abuela me quería tanto, yo también la quería y sin embargo no me alcanza.
Me di cuenta de que hacía mucho que no la pensaba el otro día, cuando me puse a ordenar el departamento entero para ver si servía de algo y encontré los zapatos marrones de Hush Puppies. Esas ballerinas con flores en la punta y en turquesa y en verde y en rojo que vi una tarde en la vidriera de esa esquina de Lomas de Zamora y le pedí que me comprara. Esas eran las cosas por aquella época, la adolescencia. Con ella, yo pedía y conseguía. Ojalá estuviera acá conmigo hoy.
Cuando me los regaló todavía vivía sola, en la casa de Rivera. La fui a visitar, entonces, en sus ochentas, nos separaban apenas cuatro cuadras, y sobre la mesa de madera que había dispuesto en su living estaba la caja junto a un papelito que decía para mi nietita de Güelita, como la llamábamos con mi hermano, con su letra de caligrafía perfecta que llevaba como estandarte de las cosas que pasaban antes. Es extraño, porque no recuerdo a mi abuela pero si lo intento vuelve con la fuerza de una tormenta por la noche: ella, sobre el sillón de respaldo alto entre morado y beige, conmigo en su regazo, cantando esta nena linda que nació de noche quiere que la lleven a pasear en coche; ella, agregándole cucharadas de azúcar al pote de yogur Gándara; ella decorando una torta despareja con crema batida y Nesquik; ella, las chancletas que arrastraba por el parquet, calentando un ladrillo para luego envolverlo en diario y llevárselo a la cama.
Están tan viejos los zapatos, son completamente inútiles. Tienen el forro podrido, tienen el nobuk desgastado, seco, los tomé con las dos manos y me dejaron los dedos manchados; además ya no me entran. Me había olvidado de que los tenía, me había olvidado de que me los había regalado ella, me había olvidado de cuánto me gustaban. Y eso que ella estuvo tan presente. Me cuidaba cuando mi madre debía salir, me compró mi primera bicicleta, estuvo a mi lado hasta que aprendí a andar, me cosía vestidos con lunares, me iba a buscar al jardín de infantes, me llenaba la panza con chupetines con forma de arbolitos de Navidad, me consolaba cuando lloraba. Me da culpa todo lo que la olvidé.
Los zapatos no los tiré. Ezequiel me dijo dale Negri, no nos entra nada más en casa, para qué guardás lo que no usás pero no los tiré y no los tiré porque además de servirme para recordar a mi abuela me ayudan a recordar a esa abuela, la que se movía sola por el mundo. La que freía papas fritas y le convidaba al perro, la que jugaba a la quiniela cada vez, la que volvía el domingo por la madrugada del bingo con olor a los cigarrillos que no fumaba, la que me daba sobrecitos con dinero, un beso en la frente y remarcaba que yo tenía unos ojos, que nunca había visto a nadie con esos ojos.
Porque después llegó la otra abuela. A la que había que cocinarle, a la que había que bañar, a la que había que controlar, que estarle encima. Una mujer entre vieja y mala. Que reclamaba todo, que agotaba a mi madre, que de pronto gritaba, echada desde la cama, por qué no moriré de una vez. Una mujer que pedía más. Más compañía, mas dedicación, más tiempo. ¿A dónde vas nena? ¿Por qué te vas nena? Ya no me querés más nena.
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