Un paisaje, un retrato, una vida
El paisaje es lo opuesto al retrato. Uno ofrece la mirada amplia de un lugar determinado; el otro hace un acercamiento a la persona.
Desde la terraza, por ejemplo, puedo mirar el muro o el antiguo molino aquel. Decido dónde enfocar. Me detengo en el molino: aunque no mueva sus seis aspas, está rodeado de verde, con las montañas difusas, atrás, nada que un montón de ladrillos a la izquierda del cuadro pueda empañar. Parece obvia la elección, pero no. ¿Cuántas veces pasa?: frente al mismísimo paraíso, reparamos en una tosca nimiedad. Mi hermano, que vive en una isla, en un pueblo del interior de Mallorca, con puras casas bajas todas en la misma gama y un aljibe del siglo XVII en la plaza de la vuelta, enseguida me advierte: “No mires la pared”. Termina de decirlo y justo por el paisaje cruza el tren.
Por esos días leo un libro que hace referencia a incontables formas de ver. Por ejemplo, una obra de arte (como los coleccionistas de los que habla María Gainza). O los destellos del aura que conocemos bien quienes padecemos migrañas. La famosa cita de Henry David Thoreau está incluida en la página 62: “Lo que importa no es lo que mirás, es lo que ves”.
Frente al espejo, con la proximidad de un plano medio, que corta al pecho, ¿qué podemos percibir? ¿Cuál es la pared de ladrillos y dónde está el molino? No sé si en el retrato que se imprime contra el vidrio aparece alguno de todos esos rasgos que nos constituyen, me gustaría creer que sí, que en las arrugas de la frente, en la mueca torcida de la boca o en el ojo derecho, el más grande, hay algo de la felicidad que me devuelve pensar en la casa de la infancia, mi cabal disgusto por el dulce de leche, el miedo a los gatos o una banalidad cualquiera como podría ser que nunca aprendí a andar en bicicleta.
Sí. Hechos inconexos de una vida pueden verse perfectamente en un Autorretrato: primero fue el libro de Édouard Levé, luego el de Jesse Ball. Sigilo acaba de publicar este último, un solo largo párrafo de 123 páginas que lleva el mismo título de aquel descarnado relato que publicó el francés en 2005, dos años antes de suicidarse. Ball dice en una nota preliminar, antes de empezar a desgranar su vida en oraciones, que cuando leyó el Autorretrato de Levé admiró esa forma de abordar la biografía “que no eleva ningún hecho por encima de otro, sino que deja a los hechos coexistir en una masa inútil, como una vida”. Un día de diciembre de 2017, se dio cuenta de que tenía la misma edad que el artista francés cuando escribió su famoso libro –39 años– y se desafió a replicar el procedimiento. Levé se mató a los 42; Ball, que ya va por los 44, estará en el festival de literatura Filba en pocos días más.
Ball conoce bien Mallorca, también sufre migrañas, come chocolate todos los días, tiene amigos de hace mucho tiempo y si está durmiendo y lo llaman por teléfono, miente sobre el hecho de que estaba durmiendo. Causa gracia verse reflejado en un desconocido que hilvana, una tras otra, afirmaciones figuradamente aleatorias de su propia historia. Y luego, todo lo contrario, distanciarse: el autor de este otro Autorretrato (2022) repitió preescolar, probó todas las drogas que pudo conseguir, se casó dos veces y le encantan las ventanas abiertas, los árboles, ponerse la misma ropa, dormir la siesta, los carritos de panchos, viajar en tren. En cambio, no le gustan los bebés, los grupos de gente que hace cosas al mismo tiempo (los coros, la natación sincronizada), usar lápices, que se le peguen las canciones. Odia la palabra “snack”.
Escribir un autorretrato a la manera de Edouard Levé y de Jesse Ball es como hacer una lista, pero con puntos y seguidos, y hacer listas genera en algunas personas un encanto irrefrenable (también me anoto en esa lista). El resultado contiene un panorama de lo que somos: el molino, la pared y el tren que pasa; los ladrillos, el verde, todo junto. Cada oración, luego, es una aproximación, un rasgo.
Una vida podría ser, entonces, tanto un paisaje como un retrato.
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