Un país en busca de imágenes que lo definan
El escritor Martín Caparrós viajó al país asiático y volvió con un arsenal de fotos tomadas por él mismo. Se reproducen en Palipalí (Planeta), su nuevo libro, del que aquí damos un adelanto, junto a textos breves que conforman la crónica de una nación siempre en movimiento
Acá estamos haciendo un río.
Me dice Miriam, mi intérprete, poco después de salir del aeropuerto Incheon. Miriam no se llama Miriam sino un nombre coreano, pero muchos coreanos aceptan la dificultad de los occidentales para recordar sus nombres coreanos y, cuando tienen que trabajar con ellos, se ponen uno occidental.
-Acá estamos haciendo un río.
Insiste Miriam. Yo acabo de conocerla y supongo que es un error de su castellano. Del otro lado de la ventanilla hay máquinas excavadoras y montañas de tierra removida pero los ríos, es obvio, no se hacen.
-¿Cómo, haciendo un río?
-Sí, construyendo un río para que los barcos puedan llegar más cerca de Seúl.
Entonces entiendo que el error es mío y entiendo, por fin, que acabo de llegar a las antípodas.
Corea y yo
Era, en principio, un encuentro que podía resultar perfecto: ni yo le importaba nada a Corea ni Corea me importaba especialmente a mí. Había, entonces, ese espacio para la consideración, la ecuanimidad, la deferencia que la distancia garantiza. Hasta que apareció el problema: yo seguí sin importarle a Corea, pero Corea sí empezó a importarme. Es curioso cómo unos días de esa mirada intensa que una crónica precisa cambian los prejuicios: curioso cómo acercan. Así, sin ninguna intención, éste empezó a volverse un libro más personal que lo que hubiese creído -y querido- que fuera. Supongo que eso lo hace, también, de algún modo, menos creíble, más cierto.
Corea del Sur es, por supuesto, un país muy extraño. Todos los países son extraños; los diferencia, si acaso, el modo en que lo son. Corea tiene una historia singular, que los coreanos se complacen en repetir una y otra vez: hace cincuenta años era uno de los cinco países más pobres del mundo; ahora es uno de los quince más ricos. Hay pocas historias de tanto éxito en el mundo actual; hay pocos países cuyos habitantes parezcan más convencidos de su mito de origen. Si vas a Corea te lo contarán todo el tiempo: te insistirán en que pasaron guerras, en que pasaron hambre, en que pasaron privaciones varias y que en algún momento se decidieron a dejarlas atrás. Algunos, incluso, entenderán tu ignorancia y te aclararán que el líder de ese movimiento fue un general Park.
Park Chung-hee nació en 1917, hijo de una familia módicamente pobre, y trabajó de maestro hasta que los ocupantes japoneses le dieron un nombre nipón y lo formaron como oficial de sus fuerzas armadas. En 1945, con el fin de la colonia, se plegó al nuevo ejército coreano pero lo echaron cuando lo descubrieron un poco comunista; en 1950, al estallar la guerra entre el Sur con norteamericanos y el Norte con chinos, los sureños perdonaron a Park Chung-hee, lo mandaron a entrenarse a Oklahoma, descolló. Su carrera fue meteórica; en 1961, ya general, encabezó un golpe de Estado que derrocó al gobierno y se quedó con él. En ese momento, el ingreso per cápita de los coreanos era de 72 dólares al año; el general Park y los suyos imaginaron que la solución consistía en ponerlos a trabajar muy duro en industrias que produjeran bienes exportables. El gobierno de Park se reconcilió con Japón para conseguir sus capitales y su tecnología, usó la ayuda americana para construir autopistas y centrales eléctricas y cloacas y viviendas, favoreció a ciertos empresarios para facilitar su crecimiento pero metió preso a algunos de ellos cuando les descubrió negocios sucios, lanzó planes quinquenales que organizaban la transformación del país rural en un país urbano e industrial, que ponían a los súbditos a construir obras públicas y que -sobre todo- intentaban dejar atrás el hambre y la miseria. Por supuesto, los Estados Unidos fueron un apoyo mayor. Corea del Sur era una de las fronteras más calientes de la guerra fría y una buena vidriera para vender capitalismo. Mientras tanto, el general Park se erigió en dictador, censuró la prensa, torturó o mató a sus opositores. Cuando él mismo fue asesinado por un colaborador el 26 de octubre de 1979, tras 18 años de gobierno, Corea ya era otra.
Desde entonces, una serie de gobiernos democráticos consolidó las libertades y el avance económico. Las grandes corporaciones -las chaebol - coreanas siguieron creciendo incontenibles, aumentó la producción -y el uso- de tecnología de punta, los niveles educativos se mezclaron con los mejores del mundo y el hambre empezó a parecer una historia tan antigua que se hacía raro escuchársela a gente que todavía no había cumplido setenta años: padres, abuelos. Hubo momentos culminantes: en 1988, los Juegos Olímpicos de Seúl fueron la presentación en sociedad de ese país nuevo: "Fue el momento en que miramos atrás y vimos que habíamos llegado a alguna parte". Y la Copa del Mundo compartida con Japón en 2002 terminó de sancionar la entrada de Corea del Sur a la élite del planeta.
Hoy Corea es uno de los países más ricos y se enfrenta con la curiosa sensación de que nadie lo sabe -o, por lo menos, no lo suficiente. Nuestro contacto con Corea es, a menudo, insospechado: miramos un televisor LG o usamos una computadora Samsung, viajamos en un Kia o un Hyundai, comemos o nos vestimos o jugamos con mercadería transportada en grandes barcos fabricados en Uslán pero no sabemos que, al hacerlo, nos relacionamos con ese país del fin del fin de Asia. Decimos Corea todo el tiempo, sólo que con otras palabras, sin saberlo. Para que lo sepamos, Corea se ha lanzado a difundirse -de muchas maneras. Corea es, ahora, un país en busca de una imagen. Saben que no la tienen y lo sufren y lo consideran, como casi todo, una oportunidad. Así como han hecho sus ciudades de nuevo, desde casi cero, también van haciéndose su identidad para el mundo: la pueden ir construyendo sin mayores lastres. Para eso, entre tantas otras cosas, convocan a periodistas y escritores extranjeros para que los conozcan y los cuenten.
Fue mi caso. Este libro empezó como una invitación del gobierno coreano. Cuando me la hicieron, les aclaré que no solía aceptar este tipo de propuestas y que contaría todo lo que me pareciera pertinente. Por supuesto, me dijeron; sólo le pedimos que si se trata de un problema sobre el que estamos trabajando, también diga que estamos trabajando. Me pareció perfectamente razonable; después, el trato fue exquisito. Durante tres semanas me llevaron a recorrer parte del territorio: mucho Seúl pero también Pohang, Ulsán, Pusán, la isla de Jeju. Fueron amables, atentos, cuidadosos. El recorrido fue -cualquiera lo sería- insuficiente: no se puede conocer un país, y yo no tengo ninguna pretensión de haber conocido o -mucho menos- entendido a Corea en esos pocos días. Conseguí, si acaso, un sabor, algún relato, alguna imagen. Lo que sigue son esas impresiones: miradas, titubeos, acercamientos a una de las historias más fascinantes de las últimas décadas.
Una de las historias, sin duda, más palipalí.
***
El arroyo Cheonggyecheon simula ser un arroyo pero es, en realidad, un signo de los tiempos. El Cheonggy se ha pasado cientos de años tratando de sintetizar sus épocas; su trabajo empezó en el siglo XV, cuando lo hizo construir -como si fuera un dato de la geografía, como si su constructor fuera un dios, como si ya entonces supieran hacer ríos- un rey Taejong. El rey lo llamó Gacheon y lo destinó más que nada a servir de cloaca. El arroyo lo fue con denuedo hasta que, en 1910, los japoneses ocuparon el país, lo dejaron como estaba y le cambiaron el nombre: le pusieron Cheonggyecheon. Los invasores nipones eran muy nominativos. Dicen, incluso, que le cambiaron la ortografía al país -Korea en lugar de Corea- para que no apareciera antes que Japón en el orden ortográfico de las naciones.
Al Cheonggy, en todo caso, eso no le importaba. Para seguir siendo un signo de su tiempo, en 1955, tras la liberación y la guerra civil, era un basurero rodeado de chozas -que no desentonaban en la pobreza de Seúl. A fines de los cincuentas el gobierno de Rhee decidió llenarlo de concreto y convertirlo en una calle; a principios de los setentas, el del general Park le construyó encima una autopista elevada: en esos días, la zona se exhibía como un ejemplo de la modernización e industrialización de Corea.
Durante treinta años el ex arroyo fue una de las vías más rápidas del centro de Seúl, hasta que, a principios de siglo, la preocupación verde contraatacó: el gobierno municipal decidió reconstruir el arroyo perdido y se gastó fortunas en desmontar la autopista y recrear, en plena ciudad, un paisaje bucólico. Hubo alarma, discusiones, críticas: en una ciudad rebosante de embotellamientos, cerrar una autopista parecía criminal. El gobierno siguió adelante y, curiosamente, la conversión del Cheonggy hizo que menos coches se acercaran a la zona -y poluyeran y embotellaran menos.
Ahora el arroyo Cheonggyecheon es un paseo animadísimo: chicos, muchachos, familias, parejas sobre todo meten las patas en el agua, miran los arbolitos, se arrumacan: parejas, sobre todo. Por alguna razón, los amores se sienten a gusto en la naturaleza -falsa o verdadera. Así que el Cheonggy se ha convertido, como corresponde, en un símbolo del nuevo Seúl: una ciudad que, tras crecer y multiplicarse, ahora quiere ser más amable, más vivible. Seúl -Seúl contemporánea- fue diseñada para el trabajo y el negocio, no para el ocio. Seúl fue pensada para una sociedad que trabajaba seis días por semana -o siete. Ahora que están llegando a cinco, deben reformularla: hacer, entre otras cosas, espacios verdes, lugares donde lo público también sea esparcimiento y no comercio.
En eso están, y Cheonggyecheon se empeña en mostrarlo. Es una etapa; todo consiste, por supuesto, en prever qué va a ser de él dentro de treinta años: quien lo supiera sabría tantas cosas.
Palipalí.
Impresiones coreanas
Martín Caparrós
Planeta
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