Desde un puente en Venecia, acompañada por su perro salchicha hace poco más de medio siglo, Blanca Isabel Álvarez Toledo tomaba fotos sobre el Gran Canal. Bajo el sol de la mañana registró cómo su marido, Nicolás García Uriburu, era rodeado por lanchas de la policía mientras derramaba un polvo que tiñó el agua de verde fluorescente. El argentino no parecía dispuesto a detenerse para explicarles que se trataba de una intervención artística y no de un ataque destinado a sembrar terror entre los turistas que visitaban la bienal.
Él estaba decidido a participar, aunque no hubiera sido invitado. Con el impulso traído desde Francia, donde las históricas protestas estudiantiles acababan de proclamar "la imaginación al poder", ese gesto performático y desafiante realizado el 19 de junio de 1968 marcó un hito que lo convertiría en uno de los pioneros del land art. Con el tiempo sus acciones sumaron connotaciones ecológicas, y lo llevaron a denunciar la contaminación de las aguas con la coloración de ríos, fuentes y puertos de otras importantes ciudades como Nueva York y París.
Marta Minujín desembarcó en la Gran Manzana, donde llegaría a pagarle la deuda externa en forma simbólica con choclos a Andy Warhol, a mediados de la década de 1960
En ambas "capitales del arte" fueron varios los argentinos que dejaron su huella. Marta Minujín desembarcó en la Gran Manzana, donde llegaría a pagarle la deuda externa en forma simbólica con choclos a Andy Warhol, a mediados de la década de 1960. Poco antes había realizado en París su primer happening: en un terreno baldío destruyó todas sus obras, durante un rito de transformación colectiva.
Por esa época, Julio Le Parc impulsaba en la misma ciudad con otros colegas emigrados el Grupo de Investigación de Arte Visual, que le valió el Gran Premio de Pintura de la Bienal de Venecia por las experimentaciones ópticas y cinéticas que también cambiaron para siempre la relación entre la obra y el público.
El antecedente de la memorable intervención lumínica que hizo el artista mendocino el año pasado en el Obelisco porteño se realizó en la parisina Plaza de la Concordia, durante la Nuit Blanche de 2012. Un año después de que el rosarino Adrián Villar Rojas complementara su envío a la Bienal de Venecia con una monumental escultura instalada en el Jardín de las Tullerías, donde Pablo Reinoso haría lo propio durante la FIAC en 2018.
Nadie llegó tan lejos como Villar Rojas, sin embargo. Entre 2017 y 2018, su muestra titulada "El teatro de la desaparición" no solo sorprendió al mundo desde la terraza del Museo Metropolitano de Nueva York, antes conquistada por la obra de Tomás Saraceno, sino que abarcó intervenciones simultáneas en Atenas, Bregenz y Los Ángeles.
Para entonces Manhattan ya había inspirado a varios de nuestros artistas. Empezando por Antonio Berni, que trabajó durante casi cinco meses de 1977 en el mítico Hotel Chelsea, creando las pinturas dedicadas a Juanito y Ramona que exhibiría en la Galería Bonino. Las calles neoyorquinas también serían retratadas una y mil veces por flâneurs urbanos como Rómulo Macciò, Jacobo Fiterman y Aldo Sessa, que está por dedicarle un libro.
Muchas pinturas de Macciò surgieron de las fotografías que tomaba con una cámara pocket durante sus caminatas por Wall Street o por Madrid, Londres y París. Demostró así el mismo talento que Guillermo Roux con las acuarelas y dibujos realizados durante sus viajes por Europa: la capacidad de recrear en imágenes la poesía que se respira en cada ciudad, y que en estos días extrañamos tanto.
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