Un mundo extraño y perturbador
A los 31 años, Samanta Schweblin no parece contemporánea de los escritores de su generación, tan afectos a los guiños autobiográficos, tan reacios a ajustarse a los géneros. En sus cuentos, donde nada es lo que parece, lo cotidiano de pronto se tiñe de extrañeza: una persona que cava un pozo puede adquirir un perfil amenazante, adolescentes inofensivas devoran animalitos, un hombre puede ocultar a un niño y un niño, a un hombre.
Siete años después de la aparición de su primer libro, El núcleo del disturbio (Planeta), acaba de publicar Pájaros en la boca (Emecé), otro puñado de cuentos perturbadores que obtuvieron el premio Casa de las Américas 2008.
Schweblin inventa historias desde chica. "Mi mamá me leía mucho y a mí me encantaba, pero a veces me aburría escuchar siempre a los demás. Entonces yo le dictaba a ella. Tengo un cuadernito con mis cuentos de esa época", dice sonriente. Después vino el colegio, y luego, algunos talleres. "Me acuerdo de los dos primeros cuentos de adultos que leí en un taller. Eran "El collar", de Maupassant, y ?La continuidad de los parques´, de Cortázar. Me alucinaron. Otro momento que me movilizó mucho fue cuando en la biblioteca de una amiga encontré La espuma de los días , de Boris Vian. Mi cabeza estalló. Pensé: "Todo esto se podía hacer y yo no sabía". Fue mi primer gran click."
-¿La tuya es literatura fantástica?
-Dicen que sí, pero no sé. Creo que los 15 cuentos de Pájaros en la boca se pueden considerar fantásticos, pero también pueden leerse como relatos realistas. Me interesa esa línea de ambigüedad. Cuanto más se acerca un texto a la realidad, más extraño se vuelve. El género fantástico ya no es Frankenstein . Ahora, es también la posibilidad de algo terrible.
-¿De dónde salen esas historias tan singulares?
-Me impacta mucho la imagen. Una vez, navegando por Internet, vi una foto de Marcos López de un hombre sirena y se me ocurrió todo un cuento. Me senté y lo escribí. La historia del cuento "Pájaros en la boca" también comienza con una imagen muy fuerte: una adolescente que sonríe con los dientes ensangrentados. Eso quedó en mi cabeza y dos o tres días después ya tenía el cuento pensado.
-¿Cómo trabajás en un cuento?
-Para mí es muy importante el primer impulso. Un cuento escrito de una sentada me sale muy distinto a uno escrito en dos o tres. Es muy importante esa energía original. Hago como un ejercicio de embarazo. Casi siempre veo los principios y los finales, y tengo una idea de lo que va a pasar en el medio. Mi libertad me la tomo en el medio.
-¿Te has asumido como cuentista?
-Sí. Pero quiero aclarar algo: no escribo cuentos por militancia. Tengo ideas que piden ser escritas en forma de cuento, porque no funcionarían en una novela. Prefiero la brevedad. El día que tenga una idea que no sea abarcable en un cuento intentaré una novela. Pero no sé tampoco qué ventaja podría tener escribir una novela por el solo hecho de escribir una novela. A los editores les encantaría, pero a mí quizá me aburre.
-¿Algún editor te pidió una novela?
-Sí, me han pedido. Es muy gracioso, porque tengo la sensación de que los editores me tienen fe [se ríe]. Pienso que dicen: "Bueno, esta chica en algún momento va a escribir una novela, va a ser escritora". Pusieron unas fichitas ahí a ver si me despabilo y hago lo que en realidad debería hacer.
-¿Qué autores han ejercido influencia en tu escritura? ¿De quiénes te sentís más cerca?
-De algunos cuentos de Bioy. De algunos cuentos de Rulfo. De Harold Pinter. Creo que tengo dos grandes grupos de influencia. Por un lado, la influencia de las ideas, que vienen de autores como Dino Buzzati o Beckett, ya de generaciones anteriores. Y respecto a la técnica, al tono, a la escritura en sí, creo que estoy mucho más influida por la narrativa norteamericana: Patricia Highsmith, Raymond Carver; mucho Cheever, Flannery O´Connor, lo último de Hemingway. Esa escritura muy despojada, nada barroca, bien limpia es lo que más me interesa.
-¿Te acercás al cuento con cierto ánimo lúdico?
-No. De hecho, escribir no me es sumamente gratificante. Yo termino de escribir un cuento y soy la persona más feliz del mundo. Pero todo el trabajo de la escritura me genera mucha angustia, mucha ansiedad.
-Muchos de los considerados nuevos escritores argentinos se formaron en talleres de escritura. Pero hay cierto consenso en torno a que no puede enseñarse a escribir en un taller. ¿Qué opinás vos?
-Hay una buena noticia y una mala para esa pregunta. La mala noticia es que no cualquiera puede ser escritor. Porque lo que creo es que para ser un buen escritor, más allá de la técnica que puedas tener, las influencias, más allá de todo lo que puedas aprender, tenés que tener una visión particular del mundo. Si vos no tenés una visión particular de las cosas, no sé en qué sentido se podría aportar algo nuevo. Y la buena noticia es que una visión particular del mundo la tiene mucha más gente de la que se cree. Hay mucha gente original con visiones muy fuertes. A mí el taller me ayudó mucho. Pero en ningún momento sentí que los talleres literarios se metieran con mi mundo. Hay que tener cuidado con los talleres en que los treinta alumnos terminan escribiendo como el profesor. Hay que ir a un taller de alguien que uno admire, que sienta que hace una literatura cercana a la de uno. El taller que me influyó más sanamente fue el de Liliana Heker. Ella es mi gran maestra.
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