Un método para la cultura
El Cabo 1º Anastasio López fue ministro de Cultura de una republiqueta-cuartel muy parecida a la de mi infancia. Era sin duda el último chepibe disponible para un cargo fantasma donde nadie sabe nunca ni loqué ni concómo ni paracuán. En otra parodia brillante, Les Luthiers anunciaban, con música de ascensor símil-siglo-XVIII, el programa Cultura para todos. El público, con toda razón, se reía y la risa diagnosticaba una equivocación planetaria: cultura no sólo es lo fino ennaftalinado con tutú y con vibrato. No. Cultura es lo que cada generación transmite a la siguiente para no tener que inventar todo de nuevo, desde la rueda hasta el alfabeto.
Hace unos años, en México, en la puerta de la radio de la UNAM, vi pegado un eslogan de maestra siruela: "Entre todos lo sabemos todo". Una definición perfecta de la palabra cultura: todos, los vivos y los muertos, somos un cerebro único. Ni más ni menos. Después visité el Templo Mayor. Me explicaron que consiste en siete edificios, construidos uno sobre el otro, como muñecas rusas. A medida que un templo daba muestras de desmoronarse, se lo cubría de barro y se construía otro por encima.
Bach, que tenía que entregar una cantata por semana, casi nunca empezaba una composición desde cero. Su método era parecido al del Templo Mayor: superponía música nueva sobre música vieja, propia o ajena. La receta era (se la recomiendo a los aprendices de composición): 1) usar como fondo una música existente, la que uno quiera (Bach usa seguido los himnos del Gotteslob; Paul Bley, standards del Real Book; Berio, una sinfonía de Mahler); 2) agregar, variar, interrumpir, tachar, superponer; 3) dejar fermentar unos días; 4) eliminar lo superfluo; 5) pasar en limpio. Como Gerhard Richter pintando sobre fotos, el procedimiento tiene la ventaja de atenuar la fobia a la página en blanco. También exorciza la superstición de la originalidad.
Cuando era joven imaginé una forma que llamé pomposamente la obra-ciudad: constelación de distintas obras, como casas de distintas épocas forman una urbe. El compositor-urbanista se parece más al montajista que al romántico que espera la inspiración acariciándose la peluca. Lo moderno muta cotidianamente en antigüedad. Lo posmoderno, ese vejete 130añero, no es más que una de las infinitas etiquetas de la cultura. ¿Fueron los aztecas los primeros postmodernos?, ¿o las SetteChiese de San Petronio?, ¿o Bach con sus cantatas apilables?
El autor es compositor