Un lugar de resistencia
Pablo Suárez y Miguel Harte inauguran un nuevo ciclo en el Centro Cultural San Martín; el acolchado sueño de Leda Cantunda y las visiones místicas de García Sáenz
Hace unos 15 años Gumier Maier declaró en una entrevista: "Hay obras que a mí me gustaría ver pero no las hace nadie, entonces las pinto yo". Además de artista, Gumier Maier era por aquella época el curador de una experiencia central para la renovación de las artes visuales en la Argentina: la galería del Rojas. Y la declaración que hacía como artista podía leerse también como la consigna que guió su política curatorial. Porque si algo caracterizó esa experiencia fue su independencia respecto de las modas: a pesar de su diversidad, casi todos los artistas convocados a exponer allí no copiaban estilos internacionales, sino que producían obras "que nadie hacía antes de ellos". Por entonces, en el mundo imperaba "una dictadura de la teoría" (como se la llama ahora) y a su amparo se produjeron miles de obras olvidables, pero que por entonces colgaban estruendosas de las paredes de las bienales. Sin proponérselo, el Rojas fue un lugar de resistencia.
Dos de los artistas que figuraron entre los primeros en exhibir allí fueron Pablo Suárez y Miguel Harte. Desde entonces han realizado varias muestras compartiendo el mismo espacio de exposición (varias veces, con un tercer integrante en el grupo: Marcelo Pombo). Ahora, inaugurando una nueva etapa en las galerías del Centro Cultural General San Martín, se vuelven a reunir: Harte presenta Mundo Harte en la sala 1 y Suárez, Serenamente andando, en la sala 2.
Pablo Suárez es uno de los artistas argentinos más importantes del último medio siglo. Desde su primera muestra en Lirolay (1961) a su paso por el Di Tella, y desde su obra política a sus pinturas expresionistas y sus objetos sensuales, Suárez ha producido uno de los universos más originales y menos clasificables que registre la historia de las artes visuales contemporáneas. En los últimos años ha mostrado esculturas, objetos e instalaciones (algunas bastante grandes, como las que presentó el año pasado en Maman), pero ahora regresa a la pintura con una serie de témperas.
Al igual que en sus últimas muestras, el universo representado sigue siendo exclusivamente masculino. Pero la fuerte tensión erótica que vibraba en sus esculturas de resina aquí se aquieta o se relaja. Hasta la paleta apuesta a un tono más bajo, menos vibrante. No es que no haya erotismo. Lo que no hay es tensión. En el nuevo mundo masculino de Suárez más que sexo hay ternura.
Estas obras son el fruto de una mirada serena y nostálgica, como quien mira pasar la inundación que se lleva todo, pero que a la vez se permite el bello gesto de salvar a alguien que es arrastrado por la corriente (como se ve en la témpera Beau Geste). Hasta el paisaje está coloreado por la melancolía y la costa del río parece un otoño eterno. La figuración de Suárez nunca copia el mundo sino que crea uno nuevo (sucede como si el artista lograse reparar el error de lo real).
En las muestras anteriores de Pablo Suárez ese universo propio era enorme, irónico y erótico, en esta muestra lo que se construye es un pequeño jardín sereno.
Miguel Harte es también, como buen artista, otro constructor de mundos propios. En las dos largas décadas que abarca su trayectoria hizo del chorreo incesante, del goteo líquido y del magma viscoso en el que flotan seres minúsculos, una marca de fábrica. Tiene la imaginación alucinada de un niño. Pero es un niño metódico que trabaja con la paciencia de un artesano sabio.
En este Mundo Harte hay algunas obras en poliéster pintado o cubiertas con resina transparente, pero la mayoría son dibujos: tintas negras sobre papel blanco. Sea cual fuere el material, el mundo que construye Harte vive un proceso de erupción. Se trata a veces de un paisaje volcánico, con huellas de fósiles que remiten a eras geológicas antiquísimas. O puede ser una imagen que remite al interior del cuerpo humano. Entonces se ven órganos palpitantes, casi una monstruosidad de la imaginación: todo es parecido a la representación de una lámina de biología y a la vez semeja la guerra de los mundos, según la narra una historieta de los 50.
Hay en esta muestra de Miguel Harte un sabor a punto de inflexión, como si el artista quisiera agotar sus posibilidades y prepararse para un salto hacia otra parte: a otro mundo Harte.
(En Centro Cultural San Martín, salas 1 y 2, Sarmiento y Paraná, de 15 a 22)
Fervor selvático
Al contrario de lo que sucedía en la galería del Rojas, los artistas brasileños mantuvieron un diálogo muy estrecho con las corrientes de moda. Muchos se sometieron completamente a ellas, aromatizando con unas gotas de fervor selvático las frías teorías estéticas alemanas. Pero afortunadamente también hubo artistas que dialogaron creativamente con el arrasador mainstream y produjeron una obra propia, que además podía ser fácilmente decodificada en las capitales europeas. Entre estos artistas se encuentra la paulista Leda Catunda, que está exhibiendo sus pinturas en la galería Alberto Sendrós.
Nacida en 1961, Catunda integra la generación del 80, la primera que fue recibida masivamente con bombos y platillos por parte del mercado. Catunda es una pintora, pero su tela no es la clásica, sino que en su lugar usa los más diversos materiales: toallas, cortinas, terciopelo, tules, alfombras, pegadas sobre cartón o madera, y unidos mediante la máquina de coser. En un juego de capas superpuestas, que convierte al cuadro en objeto entelado, sus obras desbordan hacia el espectador, semejando a veces una planta y otras una marea viscosa en el momento mismo en que rompe el punto de fusión.
El suyo es un hacer manual que se regodea en el delirio barroco de la proliferación. La imagen que sugiere la producción que está mostrando en Sendrós es la de la metástasis. Su obra es cada vez más abstracta, pero aún quedan algunos rasgos figurativos, parciales y seriados, como si la figura sólo significara por su forma, nunca por su contenido. La figura está allí para disolverse en esta proliferación blanda de telas.
Leda Catunda construye así una selva propia, que remite al recuerdo, al acolchado sueño de una infancia rodeada de tías, amigas, plantas, bordados, sueños.
(En la Galería Alberto Sendrós, Pasaje Tres Sargentos 359, 1° Piso)
Desde el alma
Desde su primera exposición, en 1977, Santiago García Sáenz fue buscando un lenguaje propio y para ello pasó por muchos de los que la época le sugería: en su obra de los 80 hay rasgos típicos del neoexpresionismo y también apuntes de la transvanguardia italiana. Pero desde que el catolicismo volvió a ocupar un lugar central en su experiencia vital parece haber encontrado su voz artística: una especie de complejo primitivismo que ha digerido las corrientes del último cuarto de siglo.
En Angel de la Guarda: 50 años de dulce compañía, la muestra que ahora está exhibiendo en el Fernández Blanco, la luz es la principal protagonista. La luz inunda varias de las telas, haciéndolas vibrar con destellos nacarados. La visión religiosa que se plasma en estas obras es profundamente personal, casi mística.
La iconografía de García Sáenz mezcla personajes bíblicos con paisajes cotidianos de Buenos Aires o la pampa argentina. Esa insistencia en el paisaje y los rasgos locales ya aparecía en su serie Te estoy buscando América, que fue contemporánea de su Horóscopo criollo (ambas de 1987). Pero ahora paisaje y creencia se potencian. José, María, Jesús, los Reyes Magos, San Bartolomé parecen figuras gauchescas y en el fondo no se ven las dunas del desierto sino los rascacielos porteños.
Santiago García Sáenz, como Catunda, trabaja con la memoria, pero lo que en la brasileña es añoranza sensible de un pasado quizás ilusorio, en el pintor argentino es un intento casi desesperado de recuperar, en medio de las batalles, una paz esquiva, un sentido trascendente.
(En el Museo Fernández Blanco, Suipacha 1422)
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