Un infatigable mentor de escritores jóvenes
La cultura de un país depende menos de sus personalidades más ostentosas que de otras, modestas y generosas, que en lugar de ocuparse de la promoción de su propia persona crean foros para que puedan oírse voces nuevas. Abelardo Castillo fue sin duda uno de estos últimos. Se destacó como cuentista, crítico, autor de pocas pero admirables obras de teatro, pero fue por sobre todo un mentor infatigable de escritores jóvenes, ambiciosos e inseguros, que encontraron en las publicaciones que Castillo fundó --El Grillo de Papel, El Escarabajo de Oro, El Ornitorrinco-- un lugar de refugio y un público cautivo. Escritores de ficción y ensayistas se iniciaron en las páginas de estas revistas bajo la mirada severamente apreciativa de Castillo. Con ironía, con benevolencia, con rigor criticaba y los guiaba para que entendiesen que este oficio de escritor era literalmente vital, y que si podían vivir sin escribir, que se buscasen otros empleos. Repetía la frase de Wilde: "En cuestiones de suprema importancia, el estilo y no la intención es lo que cuenta." Recalcaba el valor supremo del lenguaje. "Que todos somos mortales y que la muerte es un conflicto bastante grave, lo sabe hasta mi abuela, ¿no es cierto?" dijo respondiendo a la pregunta de un periodista. "Pero ¿por qué seguimos leyendo el monólogo de Hamlet? Porque los versos de Shakespeare que nos hablan de ese lugar común, lo dicen de una manera muy particular, lo hacen inolvidable."
Fue un escritor tercamente argentino. "Sin renunciar a los esplendores de la palabra ni a las opciones ideológicas," dijo Castillo alguna vez, "he intentado escribir en un idioma nacional porque creo que la verdadera nacionalidad de un escritor y una obra pasa por el lenguaje que ese escritor usa y no por el tema que trata. Se puede ser un escritor nacional y hablar sobre los vikingos, y se puede ser anti-nacional usando temas nativos." Castillo fue nacional (que en su vocabulario es una forma de decir honesto consigo mismo) a través de temas fantásticos, psicológicos, políticos, líricos, dramáticos.
Yo empecé a leer a Castillo de adolescente. Primero descubrí al dramaturgo. Israfel, su apasionado homenaje a Edgar Alan Poe, me pareció (me sigue pareciendo) una obra fundamental para entender la visión del creador y el sacrificio que el acto de creación comporta. Luego aprendí que Israfel era una suerte de arte poética de Castillo, que ilumina su obra narrativa, en especial sus cuentos cortos, género en el que fue un indudable maestro. Sus antecesores fueron, además de Poe, Salinger, Kafka, el Chéjov más ambiguo y, por supuesto, Borges.
Desgraciadamente, no pude conocerlo personalmente. Su discípula más devota, Liliana Heker, y su mujer, la novelista Sylvia Iparraguirre, intentaron reunirnos. Nunca lo lograron. Esa ausencia, sin embargo, no afectará nuestra amistad que renuevo, y seguiré renovando, en cada relectura.
Director de la Biblioteca Nacional
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