Un imperio movedizo
El francés Victor Segalen toma un episodio histórico de la China en un texto vaporoso, ajeno a los clichés del exotismo
En principio, y porque el libro en cuestión –ya desde el título– invita a hacerlo, vale recordar, siguiendo al sinólogo François Jullien, que en China "el ‘Cielo’, como noción suprema, es ese curso que, por su alternancia regulada –el día y la noche, el calor y el frío, las estaciones– hace que el mundo se renueve contantemente, sin agotarse jamás". Asimismo, el Emperador es considerado "El Hijo del Cielo", aquél cuya tarea, descrita sucintamente, consiste en mediar entre el cielo y el pueblo. El francés Victor Segalen vivió en Pekín entre 1909 y 1914, donde sirvió como médico y, sobre todo, pulió sus conocimientos en materia de arqueología, al realizar varias expediciones, no sólo por China sino también, dado su carácter de viajero indómito, por Japón y la Polinesia.
En El hijo del cielo , Segalen toma como punto de partida el momento en que el Emperador Guangxu alcanza la mayoría de edad, hecho que implica que la conducción del Imperio a partir de allí será su entera responsabilidad y que está obligado a contraer matrimonio. Se le asigna también un analista particular, a fin de que, siguiéndolo aun hasta la alcoba imperial, "observe cotidianamente Sus actos, registre Sus palabras, copie uno por un uno todos los Edictos caídos de Su pincel". De esos materiales, de ese cúmulo de registros pormenorizados hasta el delirio, se compone este libro. E incluso cuando lleve –quizás a los efectos de manifestar su altiva desconfianza frente a la novela como género literario, ya que estaba convencido de que los naturalistas lo habían anquilosado– por subtítulo Crónica de los días soberanos, El hijo del cielo es en rigor un texto que, ostentando una centelleante hibridez, se quiere renuente a las clasificaciones. Ocurre que Victor Segalen no es, de modo alguno, ni un abnegado retratista de culturas extranjeras ni un "coleccionista de impresiones", o un "proxeneta de la sensación de lo diverso", tal como él mismo conceptuaba a Pierre Loti –el blanco favorito de sus dardos–, sino muy por el contrario un autor cuya escritura, opalescente y alambicada, se precipita en el terreno movedizo de lo desconocido "contra la tenaz ilusión de la familiaridad, de la semejanza, de lo próximo", como diría Alain Badiou.
En El hijo del cielo , tras el de por sí intrigante velo cortesano, abundan los manejos larvados, las ceremonias perfiladas a modo de vaporosas representaciones teatrales, la proliferación de edictos falsos y los poemas que el Emperador "deja caer de su pincel" y el analista glosa con reverencial esmero. Porque el Emperador es, en palabras de su tía la Emperatriz Viuda, "un soñador", "un hacedor de poesías". O sea: alguien que no es del todo competente para conducir el Imperio. De manera que la Emperatriz Viuda, que le había dicho, como quien teje una telaraña, que sería "invisible y muda para Él", termina por elegir a los hombres de talento que acompañarán al Emperador y a la princesa que se convertirá en la Emperatriz Reinante. Sin embargo, pasado cierto tiempo, no tardan en sucederse las rebeliones contra la paulatina occidentalización de China que el Emperador favoreció con sus reformas, lo cual, por supuesto, redunda –entre otras cosas– en la agudización de la crisis del Imperio.
Junto con la de Estelas, el libro de "prosas duras" que Victor Segalen escribió durante su estancia en Pekín y que el sello Activo Puente rescató recientemente, la publicación de El hijo del cielo propicia el acercamiento a la obra de un autor que, soliviantándose contra las visiones coaguladas, trizó los clichés del exotismo.
El hijo del cielo
Victor Segalen
Mardulce
Trad.: Ariel Dilon
240 páginas
$ 75
El extranjero
De Handke a su editor
Después de la publicación, hace unos meses, de la correspondencia entre Thomas Bernhard y Siegfried Unseld, acaban de aparecer las más de 600 cartas que el famoso editor de Suhrkamp, muerto en 2002, intercambió con Peter Handke desde 1965. En Handke, Unseld encontró un corresponsal menos acre que Bernhard. Hacia 1985, le escribe el narrador al editor en unas línea reproducidas en Die Zeit: "Ayer tuve una experiencia única: me bañé en las aguas bellas, claras y heladas del Isonzo. Y ahora pienso en ti, ‘el nadador’".