Un helado, por favor
ROMA. Mi amigo canadiense llega de París con una frase aprendida en italiano. Me prohíbe ayudarlo, soplar ni sugerir. ¿Lo juro? Lo juro. Del brazo, salimos. En un bar que le gusta, entramos. Allí sale la frase aprendida.
–Un caffé, per favore.
El barman pasaba un trapo sobre el mostrador con una mano y arreglaba unos vasos con la otra. Habría podido deslizar en el oído de mi culto amigo alguna observación sobre la presencia del dios Mercurio en estas latitudes, pero prefiero desviar discretamente la mirada hacia la vidriera de los helados.
–Come lo vuole? Oppure vuole un capuccino?
El barman movía manijas, molía café, el vapor empezó a silbar. Un vecino de mostrador, feliz de practicar su inglés sistema Quantock, se inclinó hacia mi amigo.
–Le ha preguntado cómo prefiere el capuchino. En Italia se debe elegir. –Tocándose los labios con el pulgar y el índice en aro, lanzó un beso al aire; mi amigo enrojeció; después palideció.
–Puede pedir con espuma o sin espuma, caliente, tibio o con leche fría, y puede pedir que sea claro u oscuro, con cacao o sin, es decir, con o sin toque de chocolate en polvo. Mi amigo se preparaba a contestar cuando el barman depositó ante su vecino un pocillo con un dedal de tinta china en el fondo, mandó patinando por el mostrador una azucarera cromada y desapareció.
Es un ristretto –dijo sirviéndose azúcar el vecino, que estaba de shorts y sandalias, recién lavado y planchado–. Para mí un capuchino, o incluso un espresso normal resultan aguachentos. Pero para un extranjero no habituado (¡el corazón!) es mucho. Yo le diría que pidiera un caffé lungo, que lleva más agua.
–Prefiero con leche... –murmuró mi amigo, cambiando de pie.
–Ah –exclamó entusiasmado el vecino de mostrador–, ¿con leche, pero que no sea capuchino? Entonces pida caffé latte, pero indicando si lo prefiere con latte caldo, tiepido o freddo. A cada uno su gusto.
Un chico que servía una mesa en un rincón gritó por encima del hombro: "¡Caffé machiato caldo, latte machia to freddo, capuccino con cacao ma non troppo, al vetro!". El vecino de mostrador, radiante por la demostración de matices típicamente nacional, se sintió autorizado a traducir. "El primero pidió café caliente manchado con leche, el segundo pidió lo contrario, leche fría manchada con café, el tercero pidió un capuchino con muy poco chocolate en polvo, en vidrio".
–¿Manchado? ¿En vidrio?
–Manchado es la dosis mínima, un lunar, una peca –con dos dedos, el vecino de mostrador pareció poner el punto sobre la i de su firma al pie de un cuadro–. En vidrio es en un vaso. Hay quien prefiere el gusto y el aroma que da un vaso, no una taza. Y además se puede apreciar el color.
Está sugiriendo un caffé americano –dijo el vecino estremeciéndose de pies a cabeza–. No se lo recomiendo. Es... flojo.
–Ha deciso? –preguntó el barman materializándose en un costado, mientras servía acqua semplice en el vaso que acompañaba el espresso.
–Le pregunta si se ha decidido –musitó el vecino de mostrador con un toque de ansiedad. Mi amigo había pasado a ser su protegido, y no deseaba que el barman le hiciera pasar un papelón.
–¿Tal vez un caffé americano? –preguntó el barman, empezando a evidenciar ese paciente desdén ante el bárbaro que es prerrogativa milenaria del romano. Ofrecer café americano es brindar, emitida en agua caliente, la borra impregnada de cafeína de todos los cafés de la jornada. Los americanos la toman con satisfacción, no sé si real.
–Está sugiriendo un caffé americano –dijo el vecino estremeciéndose de pies a cabeza–. No se lo recomiendo. Es... flojo. Yo le diría que si no tiene el corazón muy fuerte le conviene tomar un café ag.
–¿Ag?
–Ag. H.A.G. Sin cafeína. Es muy respetable. Los italianos lo toman. Se puede pedir tibio, caliente, frío, con o sin leche.
–No. No quiero un Ag, gracias. Yo...
La ansiedad del vecino creció. Buscó mi mirada, para compartir, o eventualmente descargar sobre mí, la responsabilidad, si su protegido hacía brutta figura. Pero yo miraba hacia los helados, tratando de descifrar al revés los nombres escritos en transparencia. Frambuesa, grosella, frutas del bosque, mora, zarzamora, frutilla, guinda, cereza, amarena, uva, higo, naranja, limón, mandarina, pomelo, toronja, lima, quinoto, níspero, melón, sandía, zapallito, zanahoria, pera, manzana, tomate, kiwi, mango, kaki, pepino, y después las frutas secas: avellanas, almendras, nueces, pistachos, cocos, y las esencias vegetales: menta, regaliz, y los gustos tradicionales, y las cremas.
–Hace calor –dijo el vecino, cada vez más inclinado sobre el mostrador en su esfuerzo por ayudar a mi amigo–, puedo aconsejarle una granita di caffé. Son escamas de café helado, un granizado. A los extranjeros les gusta mucho. Puede tomarlo simple o con crema batida.
Sobre las cejas de mi amigo se formaron dos arcos de gotitas que estuvieron a punto de inducirme al perjurio. Pero fui fuerte. Había jurado.
Si se siente un poco caído... –el vecino a su vez apareció constelado de gotitas– existe el caffé corretto. Corregido, con brandy.
–Me parece un poco temprano... –susurró mi amigo con la mayor cortesía–. En España el corretto se llama carajillo. Hubiera podido comentarle cómo una vez había tenido la tentación de escribir una carta al diario explicando a mis compatriotas que la democracia era simplemente una cuestión de apreciar los matices del prójimo, pero después de pensarlo me abstuve. De la tortura china a la propaganda subliminal la exquisitez del matiz hace la diferencia.
–¿Cómo se dice a glass of mineral water? –dijo mi amigo con un bostezo nervioso. Una vez bebido, se volvió hacia mí con una sonrisa de verdad extraordinaria.
–¿Viste cómo me las arreglé?
–Vi.
–¿Tendrías otra frase para que aprenda de memoria ?
–Cómo no. Es muy fácil: "Un gelato, per favore". Un helado, por favor. Y allí lo dejé.
*Se publicó originalmente en LA NACION el 16 de enero de 1987 y luego en el libro Los oficios(Ed. Excursiones), compilado por Lucia Di Leone.
¿Por qué la elegimos?
En paralelo con su carrera de escritora de ficción, Sara Gallardo (1931-1988) tuvo una larga trayectoria periodística y era una firma habitual en LA NACION. Esta crónica fue parte de una serie publicada durante una temporada en Europa, con la mirada puesta en los pequeños detalles.
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