Un extranjero en Colón Fábrica
La semana pasada recibí a un gran amigo mío, Bernard, francés, que llegó de París. Es la primera vez que viene a la Argentina. Le tocaron unos días de calor insoportable y de lluvias. Celebró las visitas al Museo Nacional de Bellas Artes, donde halló con alegría una obra de Dora Maar; me dijo que son pocos los museos europeos en los que se exhiben obras de esa artista; también fue al Malba, a Proa, al Teatro Colón, imponente de belleza, lamentablemente fuera de temporada, lo que le impidió gozar de lo que allí se produce, aunque no fue del todo así… No podía dejar de ir a La Boca, y no solamente por Caminito. Disfrutó la recorrida por la casa-museo de Quinquela Martín, la colección de artistas argentinos que allí se exhibe, y lo divirtió que mobiliario y objetos estuvieran pintados de un color llamativo o imprevisto. Por cierto, no imaginaba que se iba a encontrar en ese espacio con una colección de mascarones de proa de barcos.
Le quedaba por ver lo más original y muy bello: el Colón Fábrica, la exposición de escenografías, vestuarios y objetos de ese teatro. Apreció –¡y con qué entusiasmo!– la belleza escénica desplegada en la Fábrica así como la clara y precisa guía que explicaba lo que los visitantes veíamos durante el recorrido. Tampoco omitió elogiar el buen gusto y el sentido del espectáculo con que están dispuestos los elementos de las distintas obras. Como se sabe, el público puede tocar tanto los telones como la ropa e interactuar con objetos escénicos, lo que sorprendió a Bernard.
Están allí juntas todas las tendencias de la música, del arte plástico y del teatro. Por ejemplo, la cocina y los cuartos de Un tranvía llamado deseo, la ópera de André Previn sobre la pieza de Tennessee Williams. Se ven un calefón y una cocina de la época, lo único “real”. Todo está realizado en el mágico telgopor del que están hechos los sueños del Colón. Resulta difícil de creer que las esculturas son de ese material, y pintadas de blanco. Las texturas imitan el mármol como si uno tuviera una alucinación. Hay cuerpos de mujeres bellísimos que parecen esculpidos y han sido trabajados por los artesanos, verdaderos Canova o Giambologna del telgopor. De Rigoletto, se luce la escultura de los restos de una cabeza y un cuerpo de gran tamaño, convertidos en una ruina de miembros despedazados. La cabeza fue hecha con tal detalle que en la boca entreabierta se ven los dientes. El espejismo es perfecto. Lo mismo ocurre con las fachadas de las casas de La Bohème y los escenarios coloridos de Los cuentos de Hoffmann, por ejemplo, una magnífica escalera de “madera”. El vestuario, la escenografía y la régie de esa ópera fueron de Eugenio Zanetti.
Quizá lo más espectacular sea la puesta de Turandot, la ópera de Puccini, alarde de exotismo e imaginación, representada en 1993 y 2006. Fue diseñada por Roberto Oswald y el vestuario lo creó Aníbal Lápiz. Dos soldados de esa puesta, de escala monumental y más allá los dragones, son los que reciben a los visitantes. También capta la atención de inmediato la puesta de Aida, con las esculturas de perros negros de refinada factura y las estatuas de faraones.
A todo esto, mi amigo Bernard, deslumbrado, me dijo algo que yo no imaginaba. “En Francia no hay nada así. Ni la Comédie Française ni la Opera Garnier tienen un espacio de este tipo abierto para que el público interactúe con los decorados. Solo los profesionales o las grandes personalidades que visitan París tienen acceso a los tesoros de esos depósitos”.
Ese párrafo me impresionó tanto como la muestra de belleza y de ingenio de artistas y funcionarios, quienes estudiaron y tomaron ideas de los talleres de la Scala de Milán y depósitos de las óperas de París y de Roma (todos ellos fuera de su sede) y del Teatro San Carlo de Nápoles, pero lograron algo verdaderamente único, eficiente también por la amabilidad de quienes atienden a los visitantes.