Un experimento con la adultez
Me preguntaba el otro día si es realmente un signo de madurez el enfrentar situaciones que nos afectan profundamente, que sentimos –con la claridad de un mediodía de enero– que son contrarias a nuestra naturaleza. O si es todo lo contrario. Si no es acaso solo un saldo impago de nuestras primeras experiencias en el mundo, deuda que ni siquiera puede con justicia imputársenos y que sin embargo insistimos en pagar.
No entraré en los detalles, porque es largo y tortuoso, y porque todos tenemos una mala semana, un mal mes, un mal año. Los detalles no importan, además, porque lo que para mí puede ser una experiencia desagradable a otro quizá no le mueve un pelo. Me lo ha ido enseñando la vida, con su didáctica persistencia: todos tenemos puntos débiles. Recuerdo una persona cuyo trabajo era meterse entre las llamas a salvar gente, y lo hacía sin titubear. Una vez me dijo: “No puedo entender cómo hablás tan tranquilo en público. A mí me daría pánico.” Pero él se metía en un incendio como si nada. Ya sé, no es ninguna novedad, pero lo apunto menos por su carácter noticioso que porque tendemos a creer que el concepto “mala experiencia” es universal. No lo es. Así que, sin entrar en detalles, la segunda mitad de noviembre y lo que viene durando diciembre fueron de lo más ingrato que recuerdo, dejando de lado tragedias y fallecimientos (incluido el que acabo de conocer, el de mi querida y admirada Beatriz Sarlo, y que me ha dejado estropeado).
Vuelvo al texto, como pueda.
Estos días de tensión fueron tan ofensivos que terminaron por interpelarme. ¿Por qué me estaba ocupando de ese asunto? ¿Era realmente un problema o lo había fabricado en mi mente? Si era real (era bastante real, creo), ¿cuánto del problema residía en el impacto emocional que tenía en mí y cuánto en asuntos puramente objetivos?
Fue de lo más interesante. En general, cuando tenés un mal día, una mala semana o un mal mes, te dedicás a resolver y a pagar los costos físicos que te hayan tocado en la ruleta genética; a unos se les va el apetito (es mi caso), a otros les da dolor de panza o les quita el sueño. Pero esta vez, además, entré en un estado mental de meta-crisis. O sea, estaba observando todo el asunto como si fuera un experimento.
Advertí, no con asombro, porque ya sabemos que es así, pero de todos modos resultó bastante chocante, que gran parte del daño colateral que nos causan los problemas (quiero decir, aparte del problema propiamente dicho) se debe a nuestra reacción instintiva. En mi caso, cualquier situación crítica me pone a pensar en el asunto de forma constante. No busco una solución. Analizo diez mil soluciones, y las reviso obsesivamente, una y otra vez. Esta actividad te deja agotado, y aunque uno podría evaluar que, prima facie, es un enfoque eficaz, en realidad es eficaz como una avalancha. Resuelve, claro, pero no es gratis. Eso me llevó a meditar sobre los otros costos de las crisis. En los que uno mismo les añade.
Pero qué. ¿Acaso estamos en control del modus operandi que nos caracteriza? Hice memoria. Hasta donde podía recordar, incluso desde muy chiquito, venía enfrentando los desafíos de la misma manera. A todas luces, nuestro mecanismo de resolución de problemas viene con el combo. Leía hace poco que nacemos con unos 400 rasgos psíquicos heredados. Bueno, se ve que tuve algún antepasado que combatía sus inconvenientes con una topadora.
Había, sin embargo, una capa más en el tubo de ensayo. Había malestar. O sea, lo estaba pasando horrible. Como sos un adulto responsable y todo eso, entonces apretás los dientes, tus conocidos admiran tu temple, y le das para adelante. Incluso cuando te estás quemando por dentro. ¿Está bien eso? ¿Es un signo de madurez? ¿O es más bien el verdadero origen de nuestras penurias? Digo, el jugarla de adultos, cuando nadie nos explicó ni siquiera por encima lo que esa palabra significa.
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