Un espacio propio
LA RAZA DE LOS NERVIOSOS Por Vlady Kociancich-(Seix Barral)-222 páginas-($ 32)
Como el amor y el sueño, el deseo de escribir ficciones nace con absoluta prescindencia del interés, el desinterés y hasta la hostilidad de los contemporáneos. Un cuento, una novela o, con más razón, un volumen de "ficciones completas", son ante todo el testimonio de la lucha librada por cada autor para construir un espacio propio donde ese deseo pudo encontrar libremente, a pesar de quienes lo rodean, sus siempre incompletas satisfacciones. Si tenemos en cuenta que esta lucha ha sido, en países como el nuestro, particularmente dura; que las crisis y el autoritarismo han conspirado, desde que tenemos memoria, contra toda vida dedicada a la literatura, podremos decir antes que nada que La raza de los nerviosos, de Vlady Kociancich (1941),es un libro necesario. Escritos a lo largo de los casi treinta años que nos separan de la publicación de la primera novela de la autora, estos ensayos son sucesivos intentos de dar un sentido a la experiencia de escribir o publicar cada nuevo libro y de "leer como escritor" a otros autores, tratando de discutir con ellos las necesidades de cada etapa.
En segundo lugar, podemos decir que la amenidad con que Kociancich lleva al lector constantemente de cada hipótesis a la historia que le dio fundamento, la precisión de una prosa tan apasionada como refractaria a las conclusiones definitivas y, sobre todo, la carencia de toda jerga o amaneramiento prueban que a ese "espacio de escritor" corresponde un modo también particular de pensar y escribir lo pensado. Con más combatividad que la que aparenta, La raza de los nerviosos reivindica la tradición del "ensayo de escritor", tan menospreciada hoy como ignorada por los medios, los defensores del paper y las propias editoriales.
Desde aquella aparición de La octava maravilla (1982), Kociancich ha sido considerada la heredera de una tradición de narradores "fantásticos" que bien podría ser definida como "un breve orden de inteligencia humana en medio el misterio, nunca resuelto, de la ferocidad del mundo"; en especial, de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, a quienes Kociancich estuvo ligada por lazos de estrecha amistad. Menos se ha hecho notar que, profundizando el viraje efectuado por Cortázar (y brillantemente señalado en este libro), Kociancich actualizó los cánones de la "literatura fantástica" labrando una "literatura de la irrealidad", esto es: una ficción que enfoca el abismo existente entre el lenguaje y eso mucho más complejo que llamamos realidad, y que, como lo probó repetidamente la historia del siglo XX, puede aniquilarnos en cualquier momento.
Por otro lado, la escritora logró que esa tradición de literatura fantástica "bajara a la calle", que fuese atravesada por la "ferocidad" que el poder político usa como máscara y, más concretamente, por las problemáticas de los estratos sociales que deben luchar diariamente por ganarse el pan. Así, como un cuaderno de bitácora, La raza de los nerviosos testimonia el paso de una adhesión a autores ya venerados por Borges y Bioy (Conrad, Poe, Stevenson), a una afirmación en el gusto personal ("siempre quise a Chéjov", dice en uno de los textos más conmovedores que se hayan escrito sobre el cuentista ruso, "pero era un amor en voz baja"), y a una pasión actual por la literatura italiana y siciliana en particular: Italo Svevo, el conde de Lampedusa, y más cercano que ningún otro, Leonardo Sciascia, que también combina el virtuosismo narrativo de los mejores policiales con la preocupación política y la reflexión metafísica a que conduce todo acontecimiento político importante.
Además de estas muy particulares "semblanzas" de escritores, a veces desplegadas a partir de una sola historia mínima, el libro incluye artículos sobre temas generales: el policial, el ensayo literario, y una ferviente denuncia de las "incontables humillaciones" de que el escritor es víctima por medio del arma más común y letal: el dinero, o mejor dicho, su negación. También, La raza de los nerviosos ofrece algunas reseñas de libros y, por último, crónicas de viaje al escenario de la gran literatura que siempre terminan en la misma melancólica conclusión: acaso lo que amamos no existe sino en la distorsión de sus representaciones; acaso estemos condenados a pretender eternidad de amadas imágenes evanescentes.
Por supuesto, entretejidos al fluir de reflexión y narración, La raza de los nerviosos ofrece fragmentos de un "arte poética" de Kociancich, y otros -mucho más escasos- pasajes autobiográficos que, como las amistades inglesas según Bioy, "nunca se rebajan a la confesión". Pero volviendo al punto de partida, ¿qué sería, según La raza de los nerviosos, un escritor y qué lugar le corresponde hoy a este antiguo desterrado, en la República? Como los criminales -los otros "nerviosos", según el irónico diagnóstico de Proust-, un escritor es un oprimido por la ley; pero un oprimido al que "el milagro de la lectura" permite reaccionar transformando su "enfermedad" "en una cosa de arte", es decir: haciendo con la materia informe de su dolor un signo que, por el solo hecho de integrarse al mundo, lo modifica. En segundo lugar, un escritor es alguien que, acaso más hondamente que en la patria real, se siente enraizado en esa otra "patria secreta", "la patria de la lectura", que por la extrañísima conformación de su población es, en verdad, solamente suya; una patria que hace de esa pluralidad su principal bandera y cuyo rito más importante es el diálogo de narración a narración, libro a libro, a través de las distancias y los tiempos más diversos. Por contraste, Kociancich deja entrever que un escritor es mucho más un creador que un "publicador": de ahí que defienda ese "espacio" tan duramente conquistado como una locación estrictamente privada y acepte a regañadientes, como "eterna", la tensión entre el deseo de publicar un libro y los riesgos altísimos de convertirse en una figura pública. A cada uno de estos rasgos "identitarios", a este "espacio propio", sugiere Kociancich, cada escritor tiene un derecho tan pleno como los que la Constitución Nacional confiere a los "actos privados de los hombres"; un derecho que la comunidad no puede infringir sin aniquilarse a sí misma, como sucedió en los regímenes totalitarios. Como Hanna Arendt, precisamente, Kociancich parece considerar que el verdadero enemigo del ámbito privado no es, al menos dentro del sistema republicano, el poder público, sino las diferentes formas de la vida social, que tiende a arrasar con la vida privada y su imprevisible potencial creativo, por medio de "la tiranía de las modas".
La independencia de pensamiento de La raza de los nerviosos ; la originalidad de enfoque que no teme caer en la "incorrección", por ejemplo, de reivindicar las heroínas de Cortázar para desmentir las "tonterías sobre la mayor sensibilidad de la mujer para tratar a los personajes femeninos" (y viceversa); la lucidez que no le impide ser delicadamente impiadosa con las debilidades de los autores que más quiere son algunas de las pruebas de una ética largamente sostenida contra esta tiranía. Una ética que, con un énfasis que la propia autora reprobará, nosotros llamaríamos "una ética de la resistencia".
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