Un escritor de dos mundos
El autor de esta nota, periodista argentino, destaca la importancia crucial para la cultura hispanoamericana que Muñoz Molina atribuye a la ciudad de Nueva York
NUEVA YORK.- En agosto de 2003, Antonio Muñoz Molina acababa de ser nombrado director del Instituto Cervantes en Nueva York. La Nacion estaba por publicar un artículo de mi autoría sobre el pasado y presente hispano de la ciudad, y la noticia de que uno de los mayores escritores de nuestra lengua estaba por instalarse aquí realzaba la nota. La entrevista con Muñoz Molina fue cordial y reveladora, y marcó el comienzo de una conversación que aún no termina.
Había algo en común, una vibración empática que quedó en evidencia de inmediato: la pasión por Nueva York y una fe casi religiosa en su importancia para la cultura hispanoamericana. Habíamos coincidido en ella, sin conocernos, en el fatídico 2001, cuando Antonio estaba dando un curso en la City University of New York y yo cursaba una maestría de periodismo en Columbia. En ese tiempo me embarqué en un proyecto que iba a consumir casi toda una década, hasta quedar parcialmente interrumpido: escribir la historia hispana de Nueva York (el artículo de La Nacion era un bosquejo del plan de la obra). Muñoz Molina, más productivamente, escribió Ventanas de Manhattan, el libro que mejor refleja la experiencia del descubrimiento de la ciudad, la llegada del primer hombre a un planeta nuevo pero familiar, anticipado por el cine, la literatura, la música, apropiado definitivamente por la fuerza de las palabras.
En la Nueva York de comienzos de la década del año 2000, la escena literaria en español era una promesa en ciernes. En la ciudad o en sus cercanías residía un puñado de escritores reconocibles en toda América Latina, entre ellos, Tomás Eloy Martínez, Ricardo Piglia, Sylvia Molloy, el poeta cubano José Kozer, o los más jóvenes Carmen Boullosa, José Manuel Prieto, María Negroni, Edmundo Paz Soldán y Sergio Chejfec, junto a decenas de narradores y poetas del más variado nivel. En una urbe de casi dos millones de hispanohablantes, esto parecía suficiente masa crítica para un renacimiento editorial. Random House y Harper Collins lo entendieron así y lanzaron sellos para capitalizar el fenómeno. Era un momento de transición: la vida cultural oscilaba entre las actividades de Americas Society, el Centro Rey Juan Carlos de NYU y unas pocas instituciones más, que mantenían el contacto con la corriente internacional de libros y autores, y un ámbito más provinciano. La Nueva York en español era aún sobre todo una prolongación de Puerto Rico y la República Dominicana, pero la ciudad estaba recibiendo un creciente éxodo de todos los países de América Latina y de España, que pronto ampliaría el espectro de temas y preocupaciones. La llegada de Muñoz Molina fue un espaldarazo enorme a ese movimiento en gestación.
Un par de meses después de nuestra primera charla telefónica, ya instalado en Nueva York, almorzamos en el restaurante lindero de la entonces flamante sede del Instituto Cervantes, en el Upper East Side. Como tarjeta de presentación, le había mandado un ensayo sobre Archer Milton Huntington, el fundador de la Hispanic Society of America, que es también el escenario de las páginas finales de Sefarad. Antonio tuvo la gentileza de hacerme uno de los mayores elogios que jamás haya recibido.
Durante los dos años siguientes lo visité regularmente en el Cervantes para conversar sobre diversos asuntos. Cuando se cumplió su contrato, Muñoz Molina decidió quedarse en la ciudad con su esposa Elvira Lindo (pasan parte del año aquí y parte en España). Siguió atento a las alternativas del mundo literario local, los grandes temas internacionales, España y América Latina, temas sobre los que a veces discutíamos, con una taza de café, en el Hungarian Pastry o en Pertutti.
Más o menos al mismo tiempo de la llegada de Muñoz Molina, el director del Centro de Estudios Americanos de la Universidad de Columbia, Andrew Delbanco, me invitó a trabajar con él. Fruto de esa invitación fue el Hispanic New York Project (HNYP), una iniciativa que tuvo por objeto contribuir a la difusión de la literatura hispanoamericana en Estados Unidos y al diálogo entre las culturas de habla inglesa y española. Desde el comienzo, Antonio le dio al proyecto su más entusiasta apoyo; el primer acuerdo de colaboración que se firmó fue con el Cervantes. El resultado más importante del HNYP fue la creación de un seminario, que continúo dictando en Columbia, y la edición de una antología, para la cual Muñoz Molina contribuyó con un ensayo, "Paisajes del idioma", el más emblemático del libro, en el que sintetiza la unidad esencial del español, representada por sus hablantes neoyorquinos.