Un elogio de la sombra
Hace cien años todo era más oscuro. No hay que remontarse tan lejos en el tiempo para confirmarlo: en las casas antiguas, la penumbra era (pienso en la de mis abuelos, demolida hace veinte años) una presencia palpable y cotidiana. Los techos, en aquellas piezas altísimas, quedaban fuera del alcance de la luz artificial. Sus rincones se volvían enigmáticos, a diferencia de lo que ocurre hoy, donde gracias a una iluminación sin límites alcanzan a registrarse (los estoy viendo en el cuarto en el que escribo) los dos hilos de tela que dejó un arácnido laborioso.
"En Occidente, según Tanizaki, se rehúye de la sombra de manera sistemática, con aversión"
La ausencia de sombra, su tragedia, ya la había detectado y lamentado Walter Benjamin. La asociaba con el auge de la fotografía y la pérdida de misterio que arrojaba sobre todas las cosas. El proceso se profundizó a tal punto que hoy se aspira a la máxima visibilidad, de la que las redes son su prueba virtual. La intimidad se expone en ellas sin veladuras, como si eso fuera una condición misma de existencia. La sombra, si persiste en nuestra imaginación, es menos como misterio que como sinónimo de actividades espurias o conspirativas.
Hay un breve y clásico ensayo oriental, muy difundido en Occidente, que retrató de manera temprana cómo empezaba a perderse ese vínculo con la opacidad que marcaba la experiencia diaria. En El elogio de la sombra (1933), Junichirō Tanizaki, que acababa de construirse una casa con indicaciones precisas de lo que pretendía, comenzó a advertir que el habitual gusto japonés de buscar lo bello en lo oscuro iniciaba una degradación silenciosa. La función de la sombra, según la describe el escritor, no era una simple vocación por la oscuridad. Implicaba también el modo en que se reflejaba la luz sobre las paredes o los objetos, y establecía un recuerdo del paso del tiempo. Era, si se quiere, una ética y una estética. Los japoneses hacían nacer sombras en lugar insignificantes, como lo probaban tantos templos, jardínes o el propio teatro (el Nō y el Kabuki, tan distintos), una tradición que la llegada de la electricidad empezaba a percudir.
Lo más revelador son las diferencias que Tanizaki encontraba entre los orientales y los occidentales en sus tratos con la sombra. Según su experiencia, en los países de nuestra órbita se la rehúye de manera sistemática, con aversión. “Nosotros apreciamos la pátina sobre la plata y el cobre –escribe–; ellos la consideran sucia y antihigiénica, y no están contentos hasta que el metal brilla a fuerza de frotarlo. En sus viviendas evitan cuanto pueden los recovecos y blanquean techo y paredes. Incluso cuando diseñan sus jardínes, donde nosotros colocaríamos bosquecillos umbríos, ellos despliegan amplias extensiones de césped”. Siempre con un ojo en el progreso, dice, los occidentales se las arreglaron para pasar sin conflictos y de manera acelerada de la vela a la lámpara de petróleo, de esta a la luz de gas, del gas a la luz eléctrica “hasta acabar con el menor resquicio, con el último refugio de sombra”.
¿Cómo compensar “los desperfectos”, la pérdida de sutileza del mundo?, se preguntaba el escritor japonés, previendo los cambios que se avecinaban en su propia cultura. Encuentra un modo. “Me gustaría resucitar, al menos en el ámbito de la literatura, ese universo de sombras que estamos disipando… Me gustaría ampliar el alero de ese edificio llamado ‘literatura’, oscurecer sus paredes, hundir en la sombra lo que resulta demasiado visible y despojar su interior de cualquier adorno superfluo”. Al menos eso –allá y aquí, entonces y ahora–, perdura como propuesta. Antes de apagar la luz, como hace Tanizaki en la última línea de su libro, me pregunto si la indestructible resistencia de la literatura –que se produce en soledad y se lee en un rincón, con mucha o poca iluminación– no se explica por esa simpleza: es el último escondite de sombra ante el brillo superficial que todo lo abarca.
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