Un ejército de libros sin destino
En la casa en la que nací hay una biblioteca grande; mi madre es profesora de literatura y mi padre, un arquitecto aficionado a los libros de arte. Cuando me fui de casa, me robé mis libros predilectos y me fui comprando otros hasta armar mi propia colección, que fue creciendo con los años. Y desde que vivo con un escritor, mis libros y los suyos han copado todo el espacio de la casa. No hay paredes blancas para poner cuadros porque hay bibliotecas. No hay lugar donde no haya libros para ver. Y aun así no hay bibliotecas suficientes, y la sección literatura en inglés duerme en siete cajas en el altillo.
Con el tiempo, estar rodeada de libros comenzó a ser cada vez más inquietante. No porque no me guste tenerlos ahí, sino porque, al ser tantos, hay algunos que raramente se vuelven a abrir. Y entonces ese ejército de libros se queda ahí, posando en los estantes, sin tener adónde ir. Y uno empieza a preguntarse: ¿Esto es un cementerio de libros? ¿No deberían estar sueltos por ahí, pasando de mano en mano, llenándose de marcas y subrayados ajenos?
Yo conocí a un artista que vivía viajando de país en país, llevando solamente lo que podía acomodar en su valija de 22 kilos. Como le gustaba leer, se compraba libros, los leía y luego los regalaba a personas conocidas o desconocidas. Cuando le pregunté cómo hacía si quería volver sobre algo que ya había leído, me dijo que no necesitaba releer para recordar, y que prefería que los libros y él siguieran su viaje en distintas direcciones.
Hacer circular los libros es un verdadero desafío para la cultura. En Río de Janeiro hay un proyecto de bibliotecas ambulantes que parecen casitas para pájaros en unos postes en la playa donde uno puede llevarse un libro ajeno y dejar uno propio. En Santiago de Chile, en el Parque Forestal y otros parques, hay unos quioscos de revistas móviles donde uno puede dejar el documento y llevarse un libro para leer a la sombra de un árbol. Así, los libros se mueven hasta los lectores en lugar de esperar que los visiten en la biblioteca pública.
Hace no mucho tiempo, podía verse a muchas personas leyendo en subtes y colectivos. Ahora, cuando levanto los ojos de mi propio teléfono, veo otros ojos sumergidos en pantallas en miniatura, moviendo los dedos a toda velocidad. Pienso que podría donar mi biblioteca para el transporte público y colocar largos estantes de libros sobre los asientos. O, mejor aún, se podrían colgar los libros del techo, como esas viejas arandelas del subte que se movían para un lado y para el otro. Y entonces, al estirar la mano, uno podría agarrar un libro y leer, incluso estando parado en un vagón repleto.
A veces me pregunto si guardar libros no será ya algo retro, como coleccionar vinilos. Entonces mi hijo de dos años se levanta de la siesta, abre un libro cualquiera y se sienta en el piso. Cada hoja que pasa es suspenso puro. Pienso: algo debe tener ese objeto. Si no, ¿por qué aún no se inventó nada mejor?
La autora es escritora, dramaturga y directora de teatro