Un dibujo, seis semanas y 20 artistas trabajando de la mañana a la noche: lo nuevo de Ernesto Ballesteros en Marco
A partir de mañana se puede visitar la exposición realizada con un escuadrón de artistas en las salas del museo de La Boca; “Dibujo desde antes de tener uso de razón y probablemente seguiré haciéndolo cuando la pierda”, se define
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Durante seis semanas, un grupo de veinte artistas estuvo encerrado de la mañana a la noche dibujando las paredes de una sala. Creaban Un dibujo, la exposición que inaugura mañana Ernesto Ballesteros en el Marco, museo de la Fundación Tres Pinos, en La Boca. De 11 a 17, acostados en colchonetas o sentados en el piso, sillas o escaleras, cuando las formas comenzaron a despegarse del zócalo, fueron creando una composición de círculos que emergen o se sumergen, según cada uno quiera.
Al ingresar, las dos salas ubicadas en Almirante Brown 1031 parecen vacías. Pero enseguida un poderoso color amarillo atrae desde las paredes. De lejos son pelotas, que parecen rebotar del piso al techo. De cerca, apenas unos puntos agrupados. Hasta ahora, los visitantes del museo podían ver a los artistas trabajando, y cómo el dibujo iba creciendo. A partir de mañana, la obra estará terminada.
Ballesteros intervino las redes del museo y ahí contó el origen de esta pieza: “Un día recorriendo el MoMA, descubrí en un rincón un pequeñísimo dibujo de Seurat, muy suave, en el límite mismo entre la figuración y la abstracción. En silencio, fuera del tiempo le pedí permiso para seguir esa energía. Me dijo que sí”.
El dibujo, entonces, explora ese límite de dos maneras. La primera es colectiva, en planta baja, con un mural ejecutado en amarillo por los artistas Violeta Mollo, Cotelito, Laura Ojeda Bär, Ji Hyun Kim, Maximiliano Murad, Carlos Cima, María Mulder, Guido Orlando Contrafatti, Celina Eceiza, Lucía Reissig, Florencia Ferrari, Rocío Englender, Walter Andrade, María Valeria Maggi, Yael Desbats, Triana Leborans, Juan Gabriel Miño, Cervio Martini, Sofía Berakha y Julieta Ezcurra. “Salimos de esta experiencia sabiendo que somos dibujos infinitos que se cruzan para dar ternura al universo”, dice Cotelito.
La segunda parte está en la planta alta, donde todo se vuelve mucho más mínimo y silencioso, y es obra de Ballesteros únicamente. La paleta se amplía a varios colores, pero el amarillo salta a la vista y un poco la perturba, porque parece fuera de foco, y urge ponerse los anteojos. Después, si se permanece un momento en silencio se entra en su vibración y se encuentra placer al conectarse con las energías que esta intervención pone en movimiento. Es el reino de lo sutil.
“Mi trabajo sería una excitación mínima al campo del arte –explica Ballesteros a LA NACION en uno de los últimos días de dibujo–. Así como hay un campo gravitacional y un campo electromagnético, yo me imagino siempre que hay un campo asociado al arte. Lo intervengo muy levemente, con una pelotita que casi no lo deforma y está muy cerca del blanco. Terminamos, entonces, observando el campo más que la partícula de arte: vemos la pared. Tenés ganas de usar lentes porque estás acordándote de tu visión. El punto no existe. Cuando lo miras con un cuentahílos ves que es una forma imprecisa. El punto es una idea. Cuando miramos la realidad la creamos”.
Ballesteros se queda en silencio, asoma la cabeza por el balcón del primer piso y escucha lo que ocurre en planta baja. La frecuencia del rasgueo de los lápices contra el muro es en su oído una melodía que descifra con facilidad, aunque se mezcle con un tema de 2 Minutos que algún dibujante puso en su celular. Sabe si el trazo está saliendo con más o menos intensidad. “Ya debería sonar más suave”, observa.
“Es un trabajo que requiere mucha concentración y estar relajado para hacerlo bien”, dice Ojeda Bär, una de las dibujantes. En Colección Fortabat tiene una muestra de pinturas en diálogo con una escultura de Alicia Penalba, pero acá en Marco sus herramientas durante treinta jornadas son otras: extiende la mano y muestra un lápiz amarillo, un sacapuntas, un vaso para juntar la viruta y una colchoneta. “Violeta tuvo que rastrear por todo el mundo los últimos lápices amarillos de cadmio de Faber Castell existentes. Ya no se hacen más porque el proceso de su fabricación es venenoso. Llegaron algunos de Estados Unidos, otros de Alemania... usamos más de trescientos lápices”, cuenta Ballesteros. “Es el color del sol, para el que nuestra mirada está centrada y para el que somos más sensibles. Es el único color que tiene más luz que el blanco”, explica.
En la mesa del centro de la sala hay bolsas con frutas y verduras, mochilas y botellas de gaseosas. De vez en cuando, se reúnen ahí los creadores. “Parece una tarea monumental para emprender en soledad. Cada trazo va entretejiéndose con los anteriores, propios y ajenos, generando un dibujo testigo de una comunidad de manos que dibujan a la par. A veces es como una meditación. Hay momentos de mucho silencio y otros de mucho intercambio. Se forjó una comunidad fabulosa. Vemos el poder del grupo. Cuánto más se puede lograr cuando se unen esfuerzos y se tiene un objetivo en común”, dice Ojeda Bär.
En la autobiografía de Ballesteros, siete líneas que parecen medio soneto, hay una clave: “Dibujo desde antes de tener uso de razón y probablemente seguiré haciéndolo cuando la pierda. Amante del camino más largo y de la lentitud”. Otro poema suyo titulado “El amarillo y sus amigos” es el texto que acompaña a la muestra y da más pistas: La invisibilidad y la paciencia dan fruto, y la soledad temprana, brevísima y constante, despliega el centro y la ausencia, lo transparente y sin sentido, la realidad y lo inventado. El color del sol, en el centro del arcoíris y de nuestras posibilidades de verlo.
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