Un día inmensamente triste para muchos
Creo que lo primero que leí de Abelardo Castillo, a principios de los años 90, fue un cuento al que volví decenas de veces, “Vivir es fácil, el pez está saltando”. El cimbronazo de ese texto inaugural, a medio camino entre Hemingway y Borges, hizo que me entregara, devotamente, a una lectura casi bulímica de sus libros.
Años más tarde, cuando creía que mi destino era el de cuentista, logré entrar a su ya mítico taller literario. Castillo fue el primer gran escritor al que conocí en persona, y nunca me decepcionó. No solo era un autor de talento. De esos hay unos cuantos. Poseía una cultura y una memoria descomunal, y era un ser humano admirable. A mis 25 años recuerdo mirarlo mudo durante horas, tardar semanas en hablarle y meses en leer frente a él. Cuando finalmente lo hice, se rió y me dijo que mi cuento le había gustado. Que era muy gracioso. Habría recibido el halago con emoción si mi intención no hubiera sido la de escribir un texto de terror. Por supuesto, tenía razón él: Castillo había visto en el texto lo que yo ni siquiera había intuido.
Fui poco a su taller, no más de un año y medio, pero se trató (como enamorarse, vivir en otro país, ser padre) de una experiencia sísmica, transformadora. Me fui de ahí siendo otro, alguien indudablemente mejor. Se abrió para mí un universo de lecturas hasta entonces desconocidas: claro que Castillo fue un formador de escritores pero, y esto no lo escuché tantas veces, también fue un enorme formador de lectores. Después de escucharlo durante meses, cada conversación una lección de vida y de literatura, entendí la única gran verdad formativa para un escritor de ficciones: hay que leer siempre, todo el tiempo.
Una vida después, cuando el que daba talleres era yo, le robé inconscientemente todo: su método y dinámica de trabajo, la importancia de leer en voz alta los textos y oírlos sin distracciones, la manera de hacer devoluciones. Hasta los gestos que hacía con la mano, cortando el aire delante de él por la mitad, para darle cierto énfasis a lo que decía.
Severo para el afuera, pícaro y paternal en la intimidad, podía hablar de Poe, de Tolstoi, de Sartre o de Cortázar como si hubiera cenado con ellos la noche anterior. Y también sobre Federer, Picasso o Los Redonditos de Ricota. Fue la única persona en mi vida a la que llamé maestro, cosa que él, que ni siquiera se sentía cómodo con el término escritor, odiaba. Pero lo fue, en un sentido profundo, y no solo para mí. Hoy es un día inmensamente triste para muchos.
Periodista y crítico literario