Un desgarro en la ruta, un brindis por todos
“Abrazo enorme para Joaco, siempre entre nosotros”, inició el chat familiar ese día mi cuñada mayor. “¡Un brindis allá donde esté!”, respondí rápido al recordar la fecha. “Hoy se brinda”, afirmó, sin dudarlo un instante, Ariel, mi sobrino y uno de los hijos de Joaquín.
Mi hermano Joaquín hubiera cumplido años el sábado pasado, exactamente 72, pero el próximo 2 de enero habrán pasado seis años desde que un camión con acoplado jaula embistió de frente el auto en el que viajaba con su nueva familia de regreso de General Pico, La Pampa, donde habían comenzado 2019 junto a la familia de su mujer con la esperanza de todo nuevo año.
El mal estado de las rutas argentinas fue el tema de una producción que publicaron en LA NACION Diego Cabot y Paula Urien el jueves pasado. “Las rutas del país son, en gran parte, caminos hacia posibles accidentes. Transitarlas requiere de una cierta resignación, con una idea que suele girar en la cabeza: podría ser el último viaje”, destaca la nota. Según un informe del Ministerio de Obras Públicas de 2021, solo un tercio de la red vial nacional “está en buen estado, un 27,6% está en estado regular y hay un 40,7% en mal estado. Desde entonces, todo empeoró”, agrega. Después de un detallado repaso por las principales rutas del país, concluye con datos oficiales: “La siniestralidad en la Argentina se lleva 13 vidas por día, la mitad de ellas, 6, en las rutas”.
Para mi hermano; su esposa, María Irene; la hija y el nieto de ella, María y Tomás, fue efectivamente su último viaje.
Habían pasado el fin de año en Pico y regresaban a Buenos Aires por la ruta nacional 188, un camino de una sola vía por mano con intenso tránsito de camiones y maquinaria agrícola. Entre General Villegas y Ameghino, ya en territorio bonaerense, se cruzaron con el camión que conducía Fabio Rodolfo Solaro. Una testigo que iba detrás de él declaró que lo vio haciendo algunas eses que lo llevaban hacia el carril contrario. A la altura del kilómetro 332, en uno de esos cruces embistió de lleno al auto en el que viajaba la familia. El auto se incendió de inmediato, lo demás ya casi no importa.
“Es absolutamente imposible convencerme... pero levantemos las copas”, propuso nuestro hermano mayor en el chat de aquel día, con resignación pero queriendo recordarlos como siempre, como en tantas celebraciones que compartimos.
Joaquín, Joaco, Tato, Tatolas, según quién lo nombrara, era seis años mayor que yo, el menor de todos. Más o menos a sus dieciséis, me enseñó el truco para llegar a la pelota con la fuerza y el dominio necesarios para patear bien. La fijaba en un punto, me hacía tomar carrera y marcaba: “¿Ves? Tenés que calcular para que en el último paso la pierna izquierda se apoye firme al costado, y con la derecha le das con todo”. Hoy podría describir ese momento como si hubiera pasado anteayer.
Ya adultos los dos, mientras me escuchaba tocar la guitarra y cantar en alguna reunión familiar, le dijo a uno de mis hijos, con gesto de admiración: “No sé cómo hace. A mí me encantaría hacerlo, pero no me sale”.
Discutimos, nos peleamos, él bailaba todos los fines de semana en los boliches de Ramos Mejía, yo escuchaba Pescado Rabioso, Pappo y Sui Generis con toda la rebeldía adolescente. Un verano en Mar de Ajó, la playa a la que íbamos siempre de vacaciones con los viejos, conquistó el corazón de la rubia que antes había cautivado el mío por primera vez. La diferencia de edad y de experiencia (ambas en mi contra) hizo que hubiera un solo ganador.
Nos amigamos y nos ayudamos infinidad de veces. Le di ánimo la noche antes de dar su último examen de Derecho, a sus 26 años. Me contuvo y me acompañó como abogado para declarar en algo parecido a un “juicio” en los “años de plomo”.
Con él y mis otros hermanos enterramos juntos a nuestros padres, en una tierra que no era la suya pero habían adoptado como tal. Por suerte, hay muchas copas en alza y muchos corazones latiendo por ellos.
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