Un defecto inconfesable
Mi batalla contra el sedentarismo tiene un nuevo capítulo. Sé que no estoy solo en esto. La pandemia ha tenido consecuencias horrendas, empezando por los muertos, las secuelas físicas y psicológicas y la economía despedazada. Pero para los que no le damos prioridad a mover y ejercitar el cuerpo, causó otro mal, sordo y mal confesado. El sedentarismo se transformó en plaga y dejamos de movernos casi del todo. Un mes o dos, bueno, vaya y pase. Me ha ocurrido al escribir libros. Sentado siete días por semana, 15 horas por día, y después a comer y a dormir. Malo para la salud, por supuesto. Ahora imagínense estar dos años quieto. Intenté evitarlo, pero la pandemia, el aislamiento y el teletrabajo, para nosotros, los que no tenemos esa bendita pasión por la actividad física, fue un desastre. Otro desastre, quiero decir. ¿Por qué?
Porque los sedentarios somos especialistas en encontrar excusas. Con tal de poder seguir concentrados en nuestras actividades intelectuales, creativas o espirituales, todo sirve. La ola de calor, la ola polar, la lluvia, la radiación cósmica, las zapatillas inadecuadas, el viento, la política económica, la política externa, el calentamiento global, la hora, el día de la semana, el feriado; todo. Sí, somos poco serios en este asunto. El sedentarismo es malo y es también un defecto. No lo voy a defender. Si alguien puede ofrecerme excusa válida, se lo agradeceré. Pero, así, a bocajarro, lo digo sin eufemismos: soy sedentario por naturaleza, sé que no soy el único y sé que es malo. Muy malo. ¿Cómo lo sé? Gracias a la pandemia. Y porque ocurrieron dos cosas.
La primera es que decidí que, si esta cosa de correr, caminar, bailar, pedalear, nadar y saltar no era lo mío, volvería a la práctica del zazén. Compré un zafu (el almohadón) y una colchoneta, y cuando llegaron a casa, confiado en que esto sería como andar en bici, fui y me senté en la bien conocida posición de piernas cruzadas. Diré mejor: intenté sentarme. Hacía al menos veinte años que no practicaba, así que el tirón en la región lumbar, que solo noté cuando me levanté, fue como una puñalada trapera que me dejó tullido durante quince días. Poco a poco fue cediendo, pero eso es lo de menos. Esa puntada era un síntoma de al menos dos cosas. Primero, estaba tan flexible como una vía férrea. Segundo, esa rigidez incalificable era fruto de la falta de ejercicio. Amigas mías que practican yoga disfrutan de un estado físico que por ahora solo puedo envidiar, y tenemos los mismos años.
Cuando recuperé mi espalda, porfié en sentarme sobre el zafu, al que siempre había visto como amigable y que ahora me metía un poco de miedo. Esta vez, aleccionado, fui despacio y conseguí algo parecido a la posición correcta, aunque sin lujos y solo durante dos minutos. Me va a llevar meses recuperar aquella postura que con despreocupada facilidad adoptaba veinte años atrás y podía mantener durante 45 minutos sin inconvenientes.
Lo otro que pasó es que, luego de (otra vez) varios meses de excusas, mi mujer, que es quien me rescata de la espiral quietista, me convenció de salir a caminar de nuevo. Es triste esto del sedentarismo, porque aquí tenemos un lugar precioso para pasear, y aun así me invento pretextos para zafarme. En fin, la cosa es que volvimos a recorrer unos tres kilómetros por día, a la tardecita. Todo muy lindo, pero al día siguiente sentía como si me hubiera pasado una motoniveladora sobre las piernas. Dos veces. ¡Me dolían hasta los pies! Es raro que a uno le duelan los pies por caminar, oigan.
En resumidas cuentas, sé que están ahí. Sé, porque me ocurre lo mismo, que se parapetan detrás de mesas, escritorios, pupitres y tableros. Sé que creen, como creía hasta hace poco, que si no hay síntomas, entonces está todo bien. Pero ese es precisamente el problema del sedentarismo. No lo advertís hasta que solo caminar te duele. Y ahí te das cuenta de que tocaste fondo.
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