Un amor como de otro mundo
En el ensayo “Maternidad y activismo: un viaje personal”, Jane Lazarre, la lúcida autora de El nudo materno, menciona dos vertientes inesperadas del vínculo maternal. Habla de su marido, con quien la unen cincuenta años de vida en común, dos hijos, la lucha contra el racismo en los Estados Unidos y un lazo que desde el primer momento aunó la intensidad del apego erótico con la admiración por el brillo intelectual.
Además de todo eso, Lazarre cuenta –son apenas unas líneas en un ensayo que tiene otras derivas– que encontró en su compañero de vida el eco de un tipo de amor muy particular, el amor materno.
La autora reconoce en él a una de sus dos “madres masculinas”. La otra es su padre, quien, tras la prematura muerte de su esposa, asumió el pleno cuidado de sus hijas. “Desde mis siete años se convirtió en la única madre que he tenido”, escribe Lazarre.
Insisto: no es este el eje del ensayo mencionado (parte del pequeño y sustancioso volumen Una escritora en el tiempo, publicado por Las afueras), pero lo traigo aquí por lo poderoso de su idea. Lazarre, que se para muy firme del lado feminista del pensamiento, sabe que si algo define a algunas categorías, es su porosidad.
“Como escribió Sara Ruddick –apunta–, las cualidades tradicionalmente masculinas de la razón, la autonomía y el desapego son dones humanos que todos llevamos dentro, así como también lo son la capacidad de intimar y emocionarse –que identificamos, por tradición, como femeninas–, fundamento de la empatía y propias de todos los seres humanos por encima de su género o identidad sexual”.
Empatía. Ternura. Escucha en el sentido más amplio del término. Proximidad. Calor decisivo y prescindente de palabras. Ser madre, ser padre: nada más atávico, corporal y sanguíneo; nada tan atravesado por lo más contemporáneo del pensamiento, los matices del símbolo, la cultura.
Pienso en esto –la calidez erudita de Lazarre sigue allí, reverberando– mientras me sumerjo en los cuentos de Un hijo cualquiera (Libros del Asteroide), del guatemalteco Eduardo Halfon.
No es que este libro aborde exclusivamente la paternidad –desde luego que no lo hace–; pero eso no quita que esté fuertemente impregnado por la profunda transformación que experimenta el autor a partir del nacimiento de su hijo.
“Estuve ahí las siete horas que duró el parto de mi hijo. Lo vi entrar al mundo”, abre el primer cuento. “Y con mi hijo ya en los brazos, aún pálido e hinchado y envuelto en una ligera frazada amarilla, lo miré como si estuviese mirando al hijo de alguien más. Un hijo cualquiera”.
Así arranca el libro.
La paternidad (sin duda, también la maternidad) es un territorio de riesgo, una tarea trabajosa, el arte del palmo a palmo. Un hijo es el ser que viene a ponernos contra las cuerdas, a obligarnos a confrontar con oscuridades insospechadas, a desgarrarnos el corazón con un amor como de otro mundo.
Un hijo: alguien que nos convierte en padres y al hacerlo sacude nuestra propia filiación.
Ese es el hilo que atraviesa los cuentos de Halfon. Un niño de un año que juega a leer, un niño que padece una intervención médica atroz, un chico que se encariña con el juguete más impensado, un hombre que asiste al funeral de su abuelo, un muchacho obligado a mirar de frente a la violencia que desangra su país, un padre que le cuenta a su hijo cómo, de pequeño, alguien lo salvó –al padre– de morir ahogado.
Perlas breves, instantes de peligro que cifran el devenir de una vida, su extinción, su simple posibilidad. Todos los conocemos, de ellos está hecha la trama que nos trasciende; la magia de Halfon es recrearlos con una prosa límpida; ser padre, ser hijo, ser nieto. Y transformarlo en palabras.
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