Un americano universal
El gran humanista dominicano, profundamente admirado por Jorge Luis Borges, fue uno de los intelectuales más importantes de América latina en el siglo XX. Hijo de un ex presidente de Santo Domingo y de una escritora y pedagoga, vivió en Nueva York, La Habana, México, Madrid, Pensilvania, Buenos Aires y La Plata. Sus enseñanzas marcaron a varias generaciones de discípulos entre los cuales se destacan el mexicano Alfonso Reyes, que se convirtió en uno de sus más entrañables amigos, y Ernesto Sábato. En su pensamiento, cada nación del Nuevo Mundo era más bien una provincia de una patria mayor, América. Anhelaba para esos países hermanos un destino continental
Jorge Luis Borges prologó un voluminoso libro de ensayos de Pedro Henríquez Ureña, Obra crítica , publicado en 1960 por el Fondo de Cultura Económica.
En páginas deslumbrantes, Borges destaca la calidad del magisterio ejercido por el polígrafo dominicano, sus notables rasgos de maestro, "un maestro, señala, cuyas ideas no quedaron sólo registradas en el papel, sino que siguieron siendo alentadoras y vivas para quienes las escucharon y conservaron en la memoria, porque dentro de ellas había un hombre. Aquel hombre y su realidad las bañaban. Una entonación, un gesto les conferían una virtud hoy día inconcebible... Su dilatado andar por tierras extrañas, el hábito del destierro, habían afinado en él esa virtud. Rara vez condescendía a la censura de hombres o pareceres equivocados; yo le he oído afirmar que es innecesario fustigar el error, porque éste por sí solo se destruye. Le gustaba alabar; su memoria era un precioso museo de literaturas.
"Al nombre de Pedro Henríquez Ureña -continúa Borges- vincúlase también el nombre de América. Su destino preparó de algún modo esa vinculación; es verosímil pensar que Pedro, al principio, engañó su nostalgia de la tierra dominicana suponiéndola una provincia de una patria mayor. Con el tiempo, las verdaderas y secretas afinidades que las repúblicas del Continente le revelaron fortalecieron su sospecha. Alguna vez tuvo que oponer las dos Américas, la sajona y la hispánica, al viejo mundo; otras, las repúblicas americanas y España, a la República anglosajona del Norte.
"Para Pedro Henríquez Ureña, América llegó a ser una realidad; las naciones no son otra cosa que actos de fe, y así como ayer pensábamos en términos de Buenos Aires o de tal o cual provincia mañana pensaremos en términos de América, y alguna vez del género humano. Pedro se sintió americano y aun cosmopolita, en el primitivo y recto sentido de la palabra que los estoicos acuñaron para manifestar que eran ciudadanos del mundo y que los siglos han rebajado a sinónimo de turista o aventurero internacional": hasta aquí Borges.
Su periplo cubrió unos cuantos países, no muchos. En todos ellos dejó huella profunda. Fue maestro en la cátedra y, sobre todo, fuera de ella. Formó a decenas de alumnos de alto nivel, entre ellos a varios escritores excepcionales del siglo XX, mexicanos y argentinos. Nació en Santo Domingo en 1884, hijo de un ex presidente de la República y de una madre escritora y pedagoga. Salió de su país en la adolescencia y sus residencias posteriores fueron Nueva York, La Habana, México, Madrid, Pensilvania, Buenos Aires y La Plata. Sin él la cultura de nuestro continente hubiera sido menos ambiciosa, cerrada en sí misma.
El espacio fundamental de su formación parece haber sido México, donde vivió en dos ocasiones extremadamente complejas, pero revitalizadoras, experiencias para él y para nuestra cultura; años de verdadera formación y experiencias intensas. Aquí se convirtió en el factótum de una transformación cultural nacional. Los mediocres y los frustrados no se lo perdonaron nunca. Su primera estancia transcurrió entre 1907 y 1914, y la segunda y última entre 1920 y 1924. La más fecunda fue Argentina, donde vivió de 1924 a 1946.
Llegó a México en 1907, tenía entonces veintidós años y estaba provisto de un caudal sorprendente de saberes. Hablaba y leía el inglés y el francés, podía leer textos en griego y latín y orientarse en el alemán. A los dieciséis años, cuando salió de su país natal, tenía básicamente estructurada su cultura: la literatura española medieval y la de los Siglos de Oro, Shakespeare y los dramaturgos isabelinos, los rusos del siglo XIX, en especial Tolstoi, la novela inglesa desde el inicio hasta los contemporáneos, la obra de D`Annunzio, los dramas de Hauptmann, que fuera de Alemania aún casi nadie conocía, la literatura escandinava más reciente, en especial el teatro de Ibsen, autor a quien rindió culto apasionado.
Antes, había estado con su padre en Nueva York, donde estudió durante tres años. En esa época, según cuenta en sus memorias, se impuso un programa estricto de lecturas: un drama clásico o moderno cada día y quince libros al mes que podían ser novelas o ensayos. Se inicia en el estudio de los griegos y se apasiona por el teatro, los conciertos y la ópera, predilecciones que no le abandonaron ya durante el resto de su vida. De 1904 a 1905 vivió en La Habana, donde escribió su primer libro: Ensayos críticos , aparecido pocos días antes de partir hacia México.
Alfonso Reyes, su alumno y sin duda su más entrañable amigo, lo conoció poco después de arribar a México. Años después, evocaría con emoción el momento en que se conocieron: "cuando lo encontré por primera vez en la redacción de Savia Moderna , me pareció un ser aparte, y así lo era. Su privilegiada memoria para la poesía -cosa tan de mi gusto y que siempre me ha parecido la prenda mayor de una verdadera educación literaria- fue en él lo primero que me atrajo. Poco a poco sentí su gravitación imperiosa, y al fin me le acerqué de por vida. Algo mayor que yo (cinco años), lo consideré mi hermano y a la vez mi maestro. La verdad es -concluye Reyes- que los dos nos íbamos formando juntos, pero él siempre unos pasos adelante".
En un medio propicio, Pedro Henríquez Ureña descubrió su capacidad magisterial. Puso a estudiar a todo el mundo, a traducir, a escribir, a preparar conferencias, a pasar con naturalidad de la filosofía alemana al humanismo renacentista, a Wilde, a Bernard Shaw, al barroco, a muchas cosas más, para arribar siempre a Platón.
Un año después de llegar a México, desechó el pensamiento positivista, de rigor en México y en gran parte del mundo. En sus memorias establece ese cambio: "En 1907 tomaron nuevo rumbo mis gustos intelectuales. La literatura moderna era lo que yo prefería. Le pedí a mi padre que me enviara de Europa una colección de obras clásicas fundamentales y algunas de crítica: los poemas homéricos, los hesíodicos, Esquilo, Sófocles, Eurípides, los poetas bucólicos en las traducciones de Leconte de Lisle; Platón, en francés, la Historia de la literatura griega de Outfried Müller, los estudios de Walter Pater, Los pensadores griegos de Gomperz, [...] y algunas otras más: las lecturas de Platón y del libro de Walter Pater sobre la filosofía platónica me convirtieron definitivamente al helenismo. Como mis amigos: Gómez Robelo, Acevedo, Alfonso Reyes, eran ya lectores asiduos de los griegos, mi helenismo encontró ambiente, y pronto ideó Acevedo una serie de conferencias sobre temas helénicos, que nos dio ocasión de reunirnos con frecuencia a leer autores griegos y comentarlos."
Alfredo Roggiano en su monografía sobre Pedro Henríquez Ureña en México considera su primera estancia de esta manera: "Puede decirse que a medida que Pedro Henríquez Ureña fue conociendo a México, fue adentrándose más en sí mismo y en América, en nuestra América, esa América que exhibía los grandes monumentos de las culturas indígenas, un poco sepultadas por el olvido y en menosprecio del propio pueblo que todavía no había aprendido a valorarlas y a respetarlas; y fue adentrándose también en el más hondo y auténtico espíritu español, un tanto desvirtuado a partir de la dominación borbónica de la península. En realidad, Pedro Henríquez Ureña venía ya preparado para coincidir, en educación, intereses y búsquedas, con el sector joven mejor cultivado de México. Como ellos traía la avidez por lo nuevo y la necesidad de cimentarse en un criterio cierto y en una orientación segura".
En efecto, la visión de América nada tiene de aldeano o de exótico. Su concepción universalista de ninguna manera estaba reñida con el americanismo. Por el contrario, exigía la integración y la absorción, el enlace místico de todos los valores, procedieran de donde procedieran. Sus mejores alumnos, Alfonso Reyes, Jorge Luis Borges, Ernesto Sabato, entre otros, recogieron esa lección.
Borges, con quien inicié estas páginas, cuenta que unas cuantas noches antes de la brusca muerte de Pedro Henríquez Ureña en un tren, había tenido una conversación con él en la calle, sobre el temor de los cristianos a la muerte súbita, comentándole un texto de De Quincey al respecto, y que Henríquez Ureña dijo como respuesta el terceto de la Epístola moral : "¿Sin templanza viste tú perfeta/ alguna cosa? ¡Oh, muerte, ven callada/ como sueles venir en la saeta!" Varios años después escribe uno de sus mejores textos, lo titula "El sueño de Pedro Henríquez Ureña", y es éste: "El sueño que Pedro Henríquez Ureña tuvo en el alba de uno de los días de 1946 curiosamente no constaba de imágenes sino de pausadas palabras. La voz que las decía no era la suya pero se parecía a la suya. El tono, pese a las posibilidades patéticas que el tema permitía, era impersonal y común. [...]. Pero sabía que estaba durmiendo en su cuarto y que su mujer estaba a su lado. En la oscuridad el sueño le dijo: "Hará unas cuantas noches, en una esquina de la calle Córdoba, discutiste con Borges la invocación del Anónimo Sevillano "Oh Muerte, ven callada/ como sueles venir en la saeta`. Sospecharon que era el eco deliberado de algún texto latino, ya que esas traslaciones correspondían a los hábitos de una época, del todo ajena a nuestro concepto del plagio, sin duda menos literario que comercial. Lo que no sospecharon, lo que no podían sospechar, es que el diálogo era profético. Dentro de unas horas, te apresurarás por el último andén de Constitución, para dictar tu clase en la Universidad de La Plata. Alcanzarás el tren, pondrás la cartera en la red y te acomodarás en tu asiento, junto a la ventanilla. Alguien, cuyo nombre no sé pero cuya cara estoy viendo, te dirigirá unas palabras. No le contestarás, porque estarás muerto. Ya te habrás despedido como siempre de tu mujer y de tus hijas. No recordarás este sueño porque tu olvido es necesario para que se cumplan los hechos."
"El señor Sureña"
Pedro Henríquez Ureña fue uno de los intelectuales americanos más respetados en la Argentina de la primera mitad del siglo XX. Sus alumnos de la Universidad de La Plata lo admiraban profundamente así como sus colegas.
En el grupo de la revista Sur , Henríquez Sureña contaba con varios amigos y su palabra se escuchaba con mucha atención. La misma Victoria Ocampo apreciaba especialmente la personalidad del dominicano. La frecuencia y el afecto con que el nombre de Henríquez Ureña se mencionaba en casa de Victoria se hizo tangible una tarde en que uno de los mucamos anunció: "Señora, ha llegado el señor Sureña". El servidor, que jamás había visto escrito el nombre del dominicano, había convertido el doble apellido "Henríquez Ureña" en el nombre y apellido "Enrique Sureña": nada resultaba más lógico en un círculo donde la palabra "Sur" era una consigna. El señor "Sureña" pertenecía a Sur , como su nombre lo indicaba. A todos les pareció tan gracioso el malentendido que no sólo no corrigieron al mucamo, sino que, a menudo, se referían al escritor como "Sureña". Ese apodo era una manera de apropiarse de un hombre que sintetizaba el espíritu americanista de quienes, como Waldo Frank, habían sido miembros fundadores de la revista.