Un águila visionaria
JORGE NEWBERY Por Alejandro Guerrero (Emecé)-389 páginas-($ 18)
HASTA la aparición de este libro cabía sospechar que, para la mayor parte del público, Jorge Newbery era más un mito que una figura concreta y destacada del pasado argentino. La recuperación y actualización de esa leyenda, enaltecida por el sólido sustento del relato de una vida en muchos sentidos ejemplar, es, pues, el gran mérito de este libro documentado y ameno.
El autor, cuyo oficio periodístico se advierte en más de un detalle del texto, evitó la tentación de incurrir en una nueva novela histórica o de caer en el facilismo de un relato meramente costumbrista y cronológico. Prefirió, por suerte para sus lectores, lanzarse al abordaje de un ensayo biográfico que, además, encuadrara al personaje en su época. Y ha salido bien parado de esa empresa, no siempre fácil.
Para muchas generaciones -incluso para muchos de sus contemporáneos-, Newbery fue un porteño de clase más o menos alta, buen mozo y de sonrisa fácil, del que se sabía que era buen bailarín de tango, boxeador de mano pesada y ducho piloto de globos y de aviones. Perfil rudimentario, injusto e incompleto, resaltado -sin duda- por esa circunstancia que no por funesta deja de ser, casi siempre, pasaporte definitivo a la popularidad por la popularidad misma: murió joven y en forma accidental (¿alguien se resistirá a compararlo con Gardel?).
En cambio, desde este libro en adelante habrá una nueva y más singular imagen de Newbery: la del ingeniero electricista recibido en los Estados Unidos (donde tuvo profesores como Thomas Alva Edison); la del oficial naval asimilado a quien la municipalidad de Buenos Aires requirió para que se hiciera cargo de la dirección de alumbrado (tarea que desempeñó con particular eficiencia); la del visionario que supo valorar el porvenir de la aviación y no vaciló en poner en juego su prestigio para crear nuestra incipiente fuerza aérea; la casi desconocida del estudioso al cual la Sociedad Científica Argentina le publicó sus trabajos sobre el empleo energético de la electricidad y el gas; la del hombre preocupado por el progreso que escribió con autoridad sobre el petróleo y su explotación en el país o que redactó proyectos sobre seguridad laboral para su amigo Alfredo Palacios.
Al lector le ocurrirá, entonces, más o menos lo mismo que aquello que el autor admite sin ambages en el prólogo: al llegar a la última página advertirá que de observador equidistante y desapasionado se ha transmutado en ferviente admirador de Newbery. Tanto es así que la lectura le dará paso, tal vez, a la añoranza de cuál podría haber sido la medida de los servicios que Newbery le habría prestado al país si su capacidad de trabajo y su fibra espiritual no hubiesen plegado las alas cuando apenas tenía 38 años.
Nadie tema encontrarse con una enumeración tediosa; el libro es, por el contrario, sumamente entretenido. Guerrero supo eludir con destreza el riesgo de que la pintura de Jorge Alejandro Newbery - George o Georgie para sus amigos- quedase patinada de impenetrable bronce. Su Newbery es un ser de carne y hueso que tanto atrae por la claridad de criterio de su defensa de la aeronavegación como entusiasma cuando se baja de su avión, entumecido y cubierto de escarcha, tras haber batido el récord mundial de altura.
Se pueden señalar ciertos errores, incluso de criterio, como la minimización de la revolución del 90, que Guerrero reduce a tan sólo "escaramuzas y unos cuantos muertos". O bien, la mención del Frontón Florida, de Florida entre Córdoba y Paraguay, cuando, en realidad, se trata del Jardín Florida, mientras que el Frontón Buenos Aires -ambos cunas de la Unión Cívica- estaba en Córdoba entre Libertad y Cerrito. Pero ni siquiera estas perlas desmerecen la buena madera de este libro.
Más leídas de Cultura
"Sus libros no son sustituto". La familia de Paul Auster reunida en un multitudinario homenaje con mentes brillantes y mucha emoción
De lunes a viernes. El Instituto Joaquín V. González abre sus puertas para celebrar su 120° aniversario
"Léxico bestial". Intelectuales advierten que se extiende una cultura del agravio en el debate público