Twitter y su censura a un símbolo de la resistencia antinazi
¿Por qué la red considera que la foto del hombre que se negó a hacer el saludo nazi es una propagación de “mensajes de odio”?
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August Landmesser odiaba a los nazis. Detestaba haber tenido que afiliarse al Partido para conseguir trabajo en los monumentales astilleros Blohm & Voss, en Hamburgo, y le enfurecía tener que vivir clandestinamente su amor con Irma Eckler, una muchacha judía con quien las leyes raciales de Núremberg le impedían casarse. La había conocido en 1933, el mismo año del ascenso nazi al poder, y pese al odio racial que sufrían y a la acusación de “degenerar la raza” que caía sobre él, en 1935 tuvieron a Ingrid, su primera hija. Era un desafío explícito al régimen que podía costarles la vida, pero August no era un hombre que se dejara amedrentar.
Nacido en Moorrege, un pequeño poblado en Schleswig-Holstein, no muy lejos de la frontera danesa, había visto con disgusto cómo la sociedad alemana abrazaba con creciente fanatismo su fe en el demagogo cabo austríaco que se había convertido en canciller y dictador. Lo padecía en las calles y en su lugar de trabajo, donde sus compañeros recelaban de él por sus ideas apolíticas y su desprecio por la liturgia nazi. Honrado se había sentido al ser excluido del Partido al conocerse el nacimiento de su hija y era consciente de que solo la necesidad de mano de obra especializada en pleno rearme naval le permitía conservar su empleo.
A comienzos de junio de 1936 empezaron los rumores entre los trabajadores de Blohm & Voss, y pronto los jefes lo confirmarían orgullosos: Hitler en persona asistiría a los astilleros para encabezar el bautismo del Horst Wessel, un velero de tres palos llamado así en homenaje a un militante de las fuerzas de choque del Partido, muerto unos años antes. Se convertiría en el buque escuela de la nueva armada alemana (tras la guerra pasó a la Guardia Costera de los Estados Unidos, donde aún presta servicios bajo el nombre de Eagle) y allí se formarían los oficiales que en los próximos años desafiarían el poder inglés en los mares.
Para Blohm & Voss, que pronto recibiría el encargo del nuevo acorazado Bismarck, el 13 de junio de 1936 sería un día especial. Aquella soleada jornada junto al Elba, los centenares de trabajadores del astillero fueron obligados a asistir al acto. A diferencia de Landmesser, la mayoría estaba extasiada, y cuando Hitler apareció sobre una plataforma, mientras por los altoparlantes sonaba Deutschland über Alles, de Haydn, todos lo saludaron levantando al unísono su brazo derecho. Pero August Landmesser permaneció impertérrito. Rodeado de cientos de hombres realizando el saludo nazi, él solo cruzó sus brazos. Con aquel gesto de desafío al sistema totalitario y su exaltación del coraje individual y a la libertad de conciencia, August Landmesser, en ese instante, pasó a la historia. Una fotografía hoy célebre, tomada en ese preciso momento, inmortalizó su heroísmo.
Después de su acto de rebeldía las cosas se volvieron más peligrosas para su familia, y cuando tiempo después Irma quedó embarazada de su segunda hija, Irene, intentaron huir a Dinamarca. Fueron detenidos en la frontera y acusados de violar las leyes raciales. Separados, fueron enviados a campos de concentración, donde Irma daría a luz a la hija que August nunca conoció. Él fue dejado en libertad en 1941 solo para ser enviado al frente. Irma fue asesinada y solo sus dos pequeñas hijas sobrevivieron al nazismo. August Landmesser cayó muerto en la ocupada Yugoslavia en octubre de 1944.
Aquella fotografía de 1936, titulada El hombre cruzado de brazos en medio del saludo nazi, se exhibe desde hace años en el Museo de la Topografía del Terror, en el centro de Berlín, como un alegato de la objeción de conciencia y un símbolo del desafío al discurso único. Como la estudiante Sophie Scholl, Landmesser es un ícono de la resistencia antinazi en la propia Alemania, aquella que llevó al fiscal norteamericano Robert Jackson a afirmar en el Proceso de Núremberg que la culpa colectiva no existe.
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Durante años utilicé la famosa imagen del heroico acto de Landmesser en mi perfil de Twitter. Me parecía el testimonio perfecto para exaltar el ejercicio del librepensamiento frente al autoritarismo en cualquiera de sus formas, y un alegato en favor de la libertad de expresión aun en los contextos más difíciles. El martes pasado, sin embargo, un correo electrónico de esa red social me informó que mi cuenta había sido bloqueada por violar las reglas de Twitter incentivando al odio a través de esa foto. El mensaje era claro: solo tras eliminarla mi cuenta sería rehabilitada. La imagen del hombre cruzado de brazos, tan famosa e icónica como la del estudiante chino erguido frente a la columna de tanques en Tiananmen, o la del soldado de Alemania Oriental que corre a saltar el Muro hacia la libertad, no tenía lugar en Twitter. En letras más pequeñas, el mensaje me otorgaba la posibilidad de apelar presentando mi descargo. Tomé, claro, esa opción, pero fue inútil. Una y otra vez mis argumentos chocaron frente a un bot que me respondía imperturbable que la cuenta permanecería inhabilitada hasta tanto no borrara la foto. En un kafkiano y a la vez distópico anticipo de la forma que podría adquirir la justicia digital en un régimen totalitario del siglo XXI, no logré comunicarme con un empleado humano para explicarle el grave error histórico en que estaba incurriendo Twitter al censurar, ya no a mí, sino al propio Landmesser.
Perversamente, Twitter indicaba que si borraba la foto admitía en el mismo acto mi violación de las reglas de la red, especialmente el punto en el que se castiga propagar “mensajes de odio”, algo que, a juzgar por el ignorante algoritmo, le cabía a una imagen exhibida mundialmente como un símbolo contrario a tales discursos. Igualmente en vano procuré tomar contacto con Twitter Argentina y Twitter Latinoamérica, pero aunque mi mensaje les llegó, nunca obtuve respuesta. Decidí finalmente cerrar yo mismo el caso y hacerlo público, para que la imagen de August Landmesser no caiga en el olvido al que pretende sumirla ese recurrente mal de época que constituye la mezcla del desconocimiento histórico con la presunción de superioridad moral.
Twitter, que ya ha dado cuestionables muestras en el pasado de valorar la censura en nombre del bien común, debería capacitar en historia a sus empleados o adaptar mejor sus algoritmos: la imbecilidad y la ignorancia también son caminos por donde se llega al totalitarismo.