Twitter, territorio del humor incorrecto
Sarcasmos, parodias, cambios de opinión: pretender limitar, censurar o castigar los códigos no escritos de la red social sería como pretender que no existan las películas malas
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La tradición del humor en la Argentina es larga y generosa. Así como es cierto que la melancolía y cierta tendencia a la gravedad son constantes en nuestras formas de comunicarnos -y, por lo tanto, en algunas de nuestras manifestaciones artísticas-, el humor ha estado siempre presente, aun en los momentos más oscuros de nuestra historia.
En el marco de esa tradición feliz, los últimos años han encontrado en Twitter un territorio fértil. Habría al menos dos explicaciones para esto, una bien obvia y otra que debería serlo. En principio, podemos pensar que se trata de una continuación de lo que ha venido pasando en otras cuestiones vinculadas a la comunicación, que paulatinamente migraron de los medios tradicionales hacia las redes sociales. Esa migración, que ya muchos han verificado y analizado en la circulación de información periodística o en la publicidad –y que se ha acelerado durante la pandemia- también es evidente en el humor. Pero también se trata de algo más interesante que la simple traslación de un medio a otro: hay un tipo de humor que solo puede hacerse en Twitter, y que no únicamente tiene sentido -o solo es aceptado- en el contexto de esa red social sino que encuentra en sus limitaciones y posibilidades su razón de ser. Hace ya más de 50 años Marshall McLuhan nos enseñó que “el medio es el mensaje”, por lo que no debería llamarnos la atención que el humor en Twitter no sea igual que aquel que se hizo antes en la radio, la gráfica o la televisión. Sin embargo, a veces parece que nos olvidamos de esta obviedad.
Una de las razones que justifica la existencia de Twitter es, justamente, el humor que permite. Los que somos usuarios de esa red, y pasamos ahí más tiempo del que tal vez deberíamos, tendríamos varios motivos para denigrarla. Son muchos los momentos en los que nos sentimos adictos a una droga venenosa y dañina, que nos consume energías positivas, nos saca a veces lo peor de nuestra pedantería y nos lleva a enojarnos incluso con quienes no deberíamos enojarnos. Pero no estaríamos ahí si no fuera a la vez una droga rica. En parte, por esa misma pulsión por consumir aquello que tal vez expone lo peor de cada uno de nosotros, pero sobre todo porque también es un lugar muy divertido. Y tal vez se trate de la misma cosa; es decir, esa cualidad tóxica de Twitter es la misma que genera sus zonas más risueñas.
La tesis sería: el humor de Twitter no puede no ser sarcástico o incómodo, porque esa es la lógica de Twitter. Por ejemplo, cuando el periodista Diego Papic escribe “Se acabó la mentira de Scola”, tras la derrota de la Selección de Básquet en Tokio y frente al retiro del jugador, el chiste es eficaz porque está siendo irónico respecto de cierta tendencia a cambiar drásticamente de opinión acerca de las personas públicas que pasan del éxito al fracaso. Y, al mismo tiempo, casi en sentido contrario, se burla del cliché políticamente correcto de elogiar desmesuradamente a los deportistas triunfadores. Es eficaz porque es complejo y sutil. Solo alguien fuera de contexto puede entenderlo literalmente. Otro caso puede ser el de la cuenta La Cosmo, que suele parodiar con gracia ciertos vicios del periodismo por el lado del absurdo, sin que eso le impida una crítica muy fina y precisa de la forma en que a veces los medios tratan las noticias. También hay cuentas con un tipo de humor en una tradición más inocente (o menos cruel). Micaela Libson forma en esta línea , aunque a veces veces puede ser también ácida. En su caso, el sarcasmo y la incorrección está en la sorpresa, en aquello que al estar fuera de lugar nos da gracia, y que además implica una crítica al lenguaje, al uso que le damos habitualmente.
[CAMPAÑA] Randazzo lanzó sus nuevos spots, en los que discute imaginariamente con Trump, Menem, Tatcher y Voldemort. pic.twitter.com/5vTgym4A4A
— La Cosmo (@LaCosmoRevista) August 6, 2021
A grandes rasgos, se puede diferenciar entre humor ocasional, generado a través de cuentas que son vehículos de otras obsesiones, y cuentas estrictamente humorísticas. A la vez se podría hacer otra clasificación transversal entre usuarios anónimos y otros con nombre y apellido. Dentro de los últimos, el grado de popularidad es más importante de lo que podríamos suponer para pensar en el funcionamiento del humor en Twitter. La prueba está en que un desconocido de pronto se vuelve reconocido por el gran público y, ¡zas!, los tuits escritos en forma de chiste tiempo atrás se leen ahora con un sentido muy distinto. Aunque si hay algo a lo que Twitter trata de escaparle, sobre todo cuando el humor está en juego, es a la literalidad, el límite puede volverse difuso y la ironía, desfigurarse.
Hace poco se hicieron públicos y objeto de polémica unos tuits de hace casi diez años de Sabrina Ajmechet, precandidata a diputada nacional por Juntos por el Cambio. Se trataba de comentarios irónicos acerca de los estudiantes secundarios del Pellegrini y sobre la pretensión de soberanía de la Argentina sobre las Islas Malvinas. Por otro lado, una conversación en Twitter entre los diputados nacionales Fernando Iglesias y Waldo Wolff generó el escarnio público, demandas judiciales y un pedido de desafuero. No es el tema de esta columna opinar acerca del contenido, el tono y la calidad del humor de Ajmechet, Iglesias y Wolff. Pero se percibe, al menos en el caso de los diputados, que la falta de eficacia humorística no se debe tanto a la ideología, como creen los acusadores, sino a que no desafían ni a los lugares comunes ni al poder. El chiste de Iglesias no es gracioso, porque su burla termina siendo más para la anónima “señorita” que se nombra que para el presidente. La ironía queda desvirtuada por la falta de sutileza: no es que sea un mal chiste porque es misógino, sino que termina siendo misógino porque es un mal chiste. Luego, las intervenciones de Wolff directamente llevan la literalidad a la grosería, precisamente por querer justificar la ironía.
Para mí, la señorita iba a ayudarlo a encontrar la perilla que enciende la economía para poner la Argentina de pie.
— Fernando A. Iglesias (@FerIglesias) July 27, 2021
Estos riesgos se corren en Twitter, donde el humor adquiere casi naturalmente la forma del sarcasmo y hasta cierta incorrección. Con ese límite tan fino sumado a la inmediatez, la ausencia de edición y la falta de sutileza, el chiste puede terminar en ofensa o discriminación. En estos casos, los estudiantes del Pellegrini, los excombatientes, Florencia Peña (aun cuando el tuit no estuviera dirigido a ella) y diferentes colectivos o grupos se pueden haber sentido agraviados.
¿Qué deberíamos hacer con esto? Nada, no debemos hacer nada. Pretender limitar, prohibir, censurar o castigar ese tipo de expresiones sería equivalente a la pretensión de que no existan las películas malas. Si no hay libertad para equivocarse en lo que se dice, si no hay libertad para desafiar los lugares comunes bienpensantes, si no hay libertad para hacer chistes malos, si no hay libertad incluso para ser grosero o misógino, no estamos hablando de libertad. Hace falta definir cuál es el límite entre un pedido de censura y la legítima queja pública de quienes se sienten agraviados. Ese también es un límite muy fino. Y así como debería existir el derecho a hacer chistes también debe existir el derecho a que se manifiesten aquellos que creen que estos son violentos o degradantes. El límite se atraviesa cuando se exige callarlos.
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