Tsundoku. Acumuladores de libros y una manía muy común: comprar y no leer
Los japoneses le pusieron nombre al hábito de apilar o reservar en un estante ejemplares “para después”; ¿falta de tiempo, fetiche o simple postergación?
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En una pila de la mesa de luz como si custodiaran nuestro sueño, acumulados en un estante reservado de la biblioteca a la espera de su turno o camuflados entre los demás, los libros que no leímos nos acompañan entre la expectativa, la ansiedad o la seguridad y definen, también desde la falta de concreción, la impronta de un lector. Los japoneses fueron los primeros en ponerlo en palabras: llaman Tsundoku al hábito de comprar libros y, por falta de tiempo, por fetiche por el objeto o por simple postergación, apilarlos.
¿Es otro de los mecanismos de acumulación típicos del capitalismo? ¿Funcionan como un resguardo? ¿El Kindle trajo un acopio distinto? ¿Qué dice “lo no leído” de un lector? Las escritoras Paula Vázquez y Paula Puebla, el director de la Fundación Huésped Leandro Cahn, la creadora de Pez Banana Florecia Ure, el politólogo Mario Riorda y la editora de Siglo XXI Raquel San Martín comparten la pasión por la lectura, pero confiesan caprichos y estrategias variadas ante los textos que los esperan.
“Siempre tengo pilas de libros acumulados. Tanto en papel como en el Kindle tengo pendientes de lectura”, cuenta Paula Vázquez, autora de Las estrellas y La suerte de las mujeres y una de las dueñas de Lata peinada, la librería de literatura latinoamericana con sede en Barcelona y Madrid. Los formatos parecieran generar un vínculo distinto con lo no leído: “El Kindle lo uso solo a la noche, en la cama, porque me evita prender una luz. Ahí tengo una lectura más ansiosa, más de consumo, administrativa-profesional. Busco rápido lo que fui a buscar y paso al siguiente. En papel es distinto. No me da ansiedad la pila y de hecho suelo leer varios a la vez: alguna novela, relatos, ensayo o poesía y voy mezclando”. Para la escritora, los libros esperan “su momento” aunque ese criterio no involucre ningún patrón: “A veces, compro algo y lo tengo mucho tiempo en la pila de pendientes y otras, lo empiezo en el café de la librería. No sigo el orden de los últimos que compré. Es absolutamente antojadizo”.
El escritor y editor Juan Forn también creía en esa suerte de encuentro fortuito, en el momento justo. En Yo recordaré por ustedes, su último libro, relata cómo fue que esa instancia lo llevó a crear las míticas contratapas cuando se instaló cerca del mar: “Mis obligaciones se reducían a mirar los estantes de mi biblioteca. Tres de cada cinco libros de esa biblioteca los tenía sin leer cuando llegué a Gesell. El vicio de todo lector voraz: comprar libros para tenerlos, para leerlos algún día. Bueno, el día había llegado”.
Metódica, la escritora Paula Puebla, autora de la novela Una vida en presente y del libro de ensayos Maldita tu eres, comparte en Twitter la lista de lo que efectivamente lee. El último, el ejemplar 59 de 2021, es Hay que llegar a las casas, de Ezequiel Pérez. ”Hice la lista para ver cuántos llegaba a leer y porque además tengo muy mala memoria con cierta información como los títulos. Y la compartí porque me pareció que podía interesarle a otros, para activar la conversación sobre esas lecturas”, explica. “Soy de lectura promiscua -se define-. Leo de a cuatro a la vez. Algunos me esperan en la mesa de luz y, cuando la situación se descontrola, los paso a un rincón provisorio en la biblioteca”, cuenta. Puebla se considera “poco acumuladora” y advierte que en su biblioteca hay volúmenes sin terminar pero pocos que no haya abierto nunca. “El Kindle es el lugar en el que más junto. Creo que, a diferencia de las pilas que se arman en el escritorio o al costado de la cama, no delatan esa urgencia”.
Al politólogo y director ejecutivo de la Fundación Huésped Leandro Cahn le gusta leer novelas en Kindle. “La pandemia hizo que me costara muchísimo avanzar porque no tengo tiempo. Antes, los viajes y las vacaciones eran las instancias que usaba para atacar lo no leído”, recuerda. Reconoce, además, que se sirve de la acumulación de su mujer, “una gran lectora que junta”. Y acepta que compartir las pilas de pendientes tiene riesgos: “Tenemos gustos distintos. A mí me encantó El Nix, de Nathan Hill y ella no quiso ni arrancarlo”.
“Tengo más libros de los que soy capaz de leer”, confiesa, con auténtica resignación de tsundoku, Florencia Ure, quien después de trabajar durante muchos años en editoriales fundó junto al escritor Santiago Llach Pez Banana, un club de lectura por suscripción. Sabe, sin embargo, que el método puede ganarle a la resignación: “Tengo desde siempre un estante destinado a los pendientes y nunca lo aniquilo del todo. En vacaciones, avanzo. Y cada vez que termino con las lecturas laborales, sé que en ese estante me espera algo bueno”. A veces, Ure opera un pasaje directo al elenco estable: “Cuando se me va la calentura, los ubico sin leer directamente con todos los demás”.
La biblioteca de Mario Riorda, politólogo, activista de la comunicación política y presidente de la Asociación Latinoamericana de Investigadores en Campañas Electorales, es imponente: los libros tapizan las paredes del estudio que armó en su casa en Córdoba. “Más que un pila de sin leer, tengo cientos, miles. Me acompañan, representan un acopio para alguna lectura potencial. Están mezclados porque la organización es más o menos temática y se mueven cuando reacomodo la biblioteca. De golpe, cuando escribo algún libro llega a haber más de un centenar sobre la mesa rodeando mi computadora o treinta al lado de la cama”, cuenta Riorda sobre cómo es la dinámica que se genera entre lo leído, lo no leído y lo que escribe.
En su novela La biblioteca de los libros rechazados (2017), el escritor francés David Foenkinos narra la historia de un bibliotecario que recibe y protege en una biblioteca en el pueblo de Crozon los manuscritos que han sido rechazados por los editores. De vacaciones, una editora y su marido escritor visitan la biblioteca de los libros rechazados -condenados a ser “no leídos”- y encuentran una obra destinada a best seller, Las últimas horas de una historia de amor, una novela escrita por un tal Henri Pick, fallecido dos años antes. Lo fortuito del hallazgo y de aquella lectura imprevista motorizan el resto de la novela.
Tal vez porque conoce de cerca cómo nace un libro y está expuesta constantemente a la potencialidad del objeto, Raquel San Martín, editora en Siglo XXI, periodista y poeta en formación, ubica aquellos que no leyó en un lugar específico de la biblioteca y los acomoda acostados y no parados. “Se forma una pila que cada tanto miro, recorro, desarmo y vuelvo a armar, poniendo arriba al que en ese momento creo que será el próximo. No lo siento como una lista de pendientes, sino más bien como una promesa; no me generan ansiedad, sino expectativa y, confieso, cierta tranquilidad. Me están esperando. Tengo por dónde seguir”, cuenta y acepta que, en verdad, lo primero que acumula son las recomendaciones que valora. Tiene, además, “listas de deseos” en librerías en las que suele comprar on line, pero también en la cabeza, en papeles donde anota los que quisiera tener pronto. “Los libros abren la puerta a otros libros”, define sobre esta mecánica casi infinita que guía la lectura. La editora no lee en Kindle, se acostumbró a que el “objeto libro” la interpele desde la materialidad. “Me sirve tenerlos a la vista porque, además, cuando voy promediando uno -en general no leo varios en simultáneo- voy pensando con cuál voy a seguir, si quiero cambiar de género o de exigencia de lectura, si necesito un poco de aire con poesía, si tengo resto para un ensayo, si necesito ponerme al día con algún autor o autora, si me vendría bien leer tal nueva novela o cuentos porque de eso se habla en mi pequeña burbuja (virtual o real) y me gusta participar en esas conversaciones”, recrea.
¿Qué dice de un lector “lo no leído”? ¿Qué se juega en esa cadena de decisiones que lleva a abrir uno y no otro? “Es obvio que no todos serán leídos y algunos ni siquiera conocidos, pero tienen la potencialidad de ser descubiertos y de sorprenderme”, asume Riorda sobre el vínculo que entabla con esa parte de la biblioteca y cree que más que ansiedad, le dan seguridad: “Es un saber que resguarda y sobre el que tengo plena conciencia de que está a mi lado cuando escribo y trabajo”. Desde su rol de librera en Lata Peinada, Vázquez pudo ver e interpretar a varios tsundokus. Muchas veces compran libros que no se van a leer o al menos no inmediatamente y cree que puede estar vinculado a cierto mandato de lecturas canónicas, lecturas-cimiento o por la urgencia de las novedades. Entre esas hipótesis también rescata la posibilidad de que se juegue cierto fetiche: “El libro es un objeto perfecto, insuperable, como la rueda. Y tenerlo en la cartera, pasar los dedos por la tapa, olerlo, genera cierto vínculo, de intimidad, incluso de amor. Antes o después de la lectura”.
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