Tres encuentros con un Nobel
Los adeptos a esta religión ferviente y minoritaria que es la literatura lidiamos con el Premio Nobel una vez al año como se soportan ciertos ritos del calendario: natalicios, feriados nacionales, fiestas de fin de año. Están ahí, no podemos hacer nada para evitarlos, quizá esta vez la reunión no sea tan aburrida. Si tenemos alguna certeza, una sola, es que ningún premio es capaz de transmutar a un autor menor en un clásico, y que como mucho logrará infundirle a su carrera un impulso publicitario que puede durar meses. No garantizará, por supuesto, la relevancia de su obra, su ingreso a una tradición ni su permanencia en el tiempo, por no hablar del interés de los lectores.
Bastaría hacer, una vez más, la lista de los escritores que no ganaron el Nobel de Literatura para poner en cuestión la perspicacia de la Academia Sueca: Franz Kafka, Marcel Proust, James Joyce, Jorge Luis Borges, Vladimir Nabokov… ¿Pero por qué habría de ser de otra manera? Los dieciocho académicos que deciden el galardón y sus cinco asesores en materia literaria son seres humanos, es decir falibles, y pedirles que consagren el valor universal de una obra no es más que una exageración testamental del inventor de la dinamita.
Los caminos de la vida me han deparado tres encuentros con escritores que recibieron, o estaban a punto de recibir, el Nobel de Literatura. Recuerdo un almuerzo en abril de 2007 organizado por la editora Adriana Hidalgo con Jean-Marie Gustave Le Clézio en el que mi escasa virtud para hablar el francés me mantuvo al margen de las cosas que el autor de El africano tenía para decir. Cabe remarcar la visión editorial de Hidalgo: Le Clézio recibió el Nobel apenas un año después de esa comida en un rincón de San Telmo.
En octubre de 2010 la Feria del Libro de Frankfurt estuvo densamente poblada de argentinos que participaron en las actividades destinadas al país invitado: muchos se subieron a los aviones de polizontes, tantos otros hicieron diversos papelones. El mío fue proferir una risa un tanto subida de tono motivada por la broma de un escritor español amigo mientras a pocos metros, en una entrevista pública, departía la Nobel austríaca Elfriede Jelinek. Nos alejamos del lugar excusándonos, impulsados por las miradas del adusto auditorio.
El tercer encuentro fue el que más disfruté, porque pude hablar un buen rato con Gabriel García Márquez aquella tarde veraniega de 2006 en Cartagena de Indias. Llegué incluso a preguntarle, desafiando la maldición, cuándo regresaría a Buenos Aires, ciudad que jamás volvió a frecuentar por cábala, luego de su visita de agosto de 1967. Habían pasado casi cuarenta años. “Bueno, tú sabes…”, me dijo riendo con picardía, por toda respuesta.
A veces me da por pensar si llegará el día en que alguno de los autores de mi generación se convierta en Premio Nobel. Muertos Julio Cortázar, Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo, Juan José Saer, Ricardo Piglia, Rodolfo Fogwill, Abelardo Castillo, Hebe Uhart… ¿qué escritores argentinos están en condiciones de aspirar a uno de los pocos premios que nuestro país jamás consiguió? ¿Acaso la pregunta tiene sentido, más allá de un desvelo chauvinista?
Sin embargo, cada primer jueves de octubre nos encuentra arriesgando nombres, alegrándonos de que Murakami deba posponer un año más su discurso de agradecimiento, imaginando lo divertido que habría sido el de Philip Roth, quejándonos de la “costumbre sueca” de negar a Borges, pensando qué haríamos con los 900 mil dólares del premio. Pero es apenas un divertimento primaveral, no más que una liviana ensoñación. En el fondo tenemos en claro que la literatura, eso que amamos profundamente y nos hace tan felices, poco tiene que ver con premios, con intrigas de salón, con fumatas blancas, con medallas de oro y con una considerable pila de coronas suecas.