La pandemia, que significó un cimbronazo global y un enorme desafío para cada existencia personal, empuja a la humanidad a pensar un futuro distinto, construido sobre los aprendizajes y las revelaciones de este tiempo difícil
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Hace un año comenzó para la humanidad una nueva historia. Todo lo vivido anteriormente se convirtió en prehistoria y nos puso ante la experiencia de vivir con un pie a cada lado de esa línea demarcatoria. Esta curiosa e inédita vivencia nos convirtió en versiones vivientes del dios Jano, esa deidad de la mitología romana que tenía dos caras. Una miraba al pasado, a los finales. La otra al futuro, a los comienzos. Este año, en un principio inverosímil y finalmente real, es el punto de partida hacia lo que viene y el reservorio del cual obtener aprendizaje y recursos no solo para vivir, sino esencialmente para construir esa misteriosa utopía llamada por ahora “nueva normalidad”.
El antropólogo francés Marc Augé (padre de la categoría “no lugar”, que define a esos espacios característicos de la modernidad tardía como son los supermercados, los aeropuertos, los shoppings, los patios gastronómicos, tan iguales y tan carentes de identidad en todo el mundo) establece una distinción entre futuro y porvenir. El futuro es un dato cronológico, es la denominación de la próxima hora, el próximo día, la próxima semana, el próximo mes, el próximo año. Mientras estamos vivos tenemos futuro, marchamos inevitablemente hacia él. Nos espera. No es una construcción nuestra, sino una expresión del tiempo y su transcurrir. El porvenir, en cambio, es aquello que hacemos del futuro con nuestras elecciones y decisiones, con nuestras acciones y conductas. Somos, en tanto seres vivos, objetos del futuro y sujetos del porvenir. A este lo construimos, somos responsables de él.
En esta línea del tiempo que delimita el año pasado del camino que se abre ante nosotros, hay un porvenir al cual darle forma y dotar de contenido y de sentido. Un porvenir individual, que tomará los aprendizajes, las modalidades, los recursos emocionales, intelectuales, cognitivos y espirituales de cada persona, y un porvenir colectivo al que cada uno debería aportar aquello que le es propio e intransferible.
Este es el momento, entonces, de repasar lo aprendido, de actualizar las herramientas existenciales, de revisar serena, sincera, honesta y conscientemente aquello que aprendimos de esta experiencia imprevista, de este tiempo incierto, de esta odisea que nos deparó la vida y frente a la cual no quedó más que un camino: responder. Un ejercicio necesario para la construcción del porvenir y seguramente también sorprendente, porque puede mostrarnos cuántas herramientas internas había en nosotros, cuánta creatividad, cuánta resiliencia y también cuánta ignorada sabiduría.
Muchas actividades, actitudes, relaciones y estrategias que nos resultaban naturales durante nuestra reciente prehistoria ya no serán lo que eran, o quizás directamente ya no serán. Hay un camino por delante y empieza aquí. Si nos empecinamos en mirar atrás no corremos el riesgo de convertirnos en estatuas de sal, como la mujer de Lot, pero sí de quedar rezagados respecto del porvenir, empantanados en la melancolía. La mochila con la que haremos el viaje debería ser liviana y esencial, en ella tendrían que estar fácilmente disponibles nuestros aprendizajes, nuestras revelaciones, las certezas adquiridas y, sobre todo, el agradecimiento por estar aquí, acaso heridos, desconcertados, pero no doblegados. Protagonistas, sí, de una nueva muestra del humano empeño en subsistir. En existir. Raro privilegio, por llamarlo así, que no todas las generaciones reciben. Repasemos, entonces, lo vivido, lo aprendido y lo que viene por vivir.
La prehistoria ya no es lo que era. Hay que repetirlo hasta convencernos.
Habíamos aprendido que se denominaba de esa manera al tramo de tiempo que iba desde que aparecieron en el planeta los antecesores del Homo sapiens, es decir los primeros homínidos, hasta que se detectaron los indicios iniciales de escritura, unos 3.300 años antes de Cristo. De ahí en adelante, la historia.
Como tantas generaciones, también nosotros, los humanos de hoy, éramos parte de la historia de nuestra especie. Pero el destino, los astros, o lo que fuere, nos tenía deparado un raro privilegio. El de ser, en el curso de nuestra vida, protagonistas de ambas experiencias. La de una historia y una prehistoria.
Pudimos recordar que somos mortales, algo que nos empeñábamos en ignorar, y a lo que mucha tecnología irresponsable contribuía
Porque, efectivamente, todo lo acontecido hasta el mes de marzo de 2020 pertenece, ahora lo sabemos, a nuestra prehistoria.
La historia naciente, flamante, que comenzó entonces todavía no muestra un rumbo fijo.
En la reciente prehistoria quedan, a su vez, muchos de nuestros hábitos, de nuestros vínculos, de nuestras certezas, de nuestros (aparentes) conocimientos, de nuestros proyectos, de nuestros sueños y, tristemente para muchos, también algunos seres queridos.
Hace un año nacimos a una nueva historia personal y colectiva. Y como el tiempo, al igual que la vida, es una secuencia continua, todas las etapas que comienzan se amasan no solo con lo nuevo, con lo inédito, sino también con ingredientes de las etapas pasadas.
Siglos y meses
Nos ha tocado empezar de nuevo en muchos aspectos de nuestras vidas. Lo hemos hecho con recursos internos y externos, propios y adquiridos, que quizás no sospechábamos tener. También con herramientas que ya habíamos probado en anteriores circunstancias difíciles de nuestras vidas. Hemos vivido siglos en un año.
Tenemos hoy una edad cronológica verificable en nuestros documentos de identidad y otra edad, inasible, indefinible, hecha de lo vivido y aprendido, de lo ganado, de lo perdido.
Se suele decir que en toda crisis hay una oportunidad. Se dice también que no hay mal que por bien no venga, que las situaciones extremas, dramáticas o trágicas se nos presentan para algo.
Nos aferramos a estas creencias mientras buscamos certezas en la incertidumbre, explicaciones a lo inexplicable, tranquilidad en la inquietud, razones en la sinrazón.
Somos humanos. Nos cuesta aceptar que habitamos el infinito territorio de lo incierto. Y que, dentro de ese territorio, es muy poco lo que de veras controlamos. Pero puede ser cierto lo de las oportunidades, lo de los bienes ocultos en los males, lo del “para algo será” de las circunstancias extremas.
Puede ser cierto siempre y cuando no nos limitemos a recitar esas creencias y a esperar pasivamente que se cumplan. Que haya oportunidades en las crisis dependerá de que, atrapados en las crisis, creemos una oportunidad con lo que la realidad nos entrega.
De lo contrario será solo una crisis. Que haya un bien en el mal será verdad si, como los buscadores de oro que se hunden hasta la cintura en el barro y se manchan de fango para encontrar una pepita oculta en el lodazal, podemos cavar y cavar en el dolor y el sufrimiento hasta dar con su sentido.
Tenemos hoy una edad cronológica y otra edad inasible, indefinible, hecha de lo vivido y aprendido, de lo ganado, de lo perdido
Y las cosas (incluso las peores) nos ocurrirán para algo en tanto asumamos la responsabilidad de crear ese algo encendiendo una vela en la oscuridad en lugar de solo maldecirla, como bien decía Confucio, el pensador chino que vivió del año 551 al 479 antes de Cristo.
Los aprendizajes, el aprendizaje
Así las cosas, en esta rara, inesperada y compleja historia que comenzó un año atrás se nos ofreció la oportunidad de aprender mucho acerca de cada uno de nosotros en particular y de la existencia en general.
Hemos aprendido, por ejemplo, a ejercitar el arte de la paciencia, olvidado en la era de la aceleración, de la velocidad sin destino, de la ansiedad. No hay frutos donde no hay paciencia, ocurre en la naturaleza y en la vida humana.
Aprender acerca de la paciencia es aprender acerca de los límites. Se había hecho costumbre no aceptarlos, transgredirlos, forzarlos. Ahora sabemos como nunca que existen. Y los límites nos enseñan a valorar lo conseguido, porque si todo fuera posible nada tendría valor. Ahora que nos sabemos limitados somos más libres, aun confinados.
Porque la libertad consiste en aprender a elegir tras aceptar que todo no se puede, y a hacerse responsable de las propias elecciones.
Pudimos recordar que somos mortales, algo que nos empeñábamos en ignorar, y a lo que mucha tecnología irresponsable contribuía. Nuestra finitud es la que da valor a la vida y nos llama a no desperdiciarla en la banalidad, en la superficialidad, en el materialismo voraz. Nos convoca a vivir para algo y para alguien.
En este año se nos ofreció el aprendizaje de la humildad. No somos los reyes del universo, ni los dueños del planeta, sino solo una parte de él, la parte de un todo que solo tiene significado cuando no se aparta de él.
Confinados durante largos meses pudimos actualizar nuestros vínculos, potenciar aquellos que verdaderamente nos enriquecen afectiva y emocionalmente, y alejarnos de los que supimos que eran solo contactos. También confinados salieron a la superficie características creativas que quizás desconocíamos de nosotros mismos, y nos inventamos oficios, profesiones o modos novedosos de ejercer las que teníamos.
Vimos, también, que las tecnologías de conexión y las redes pueden ser además puentes de comunicación o poderosas herramientas de trabajo, y no solo pretextos para llenar horas muertas y vacío existencial.
Ejercimos y recibimos formas impensadas e inesperadas de la solidaridad y de la cooperación, dos prácticas (sobre todo esta última) bastante en desuso hasta entonces más allá de declamaciones.
Este repaso rápido e incompleto pretende ser un desafío a que cada uno encuentre sus propios aprendizajes y a que los incluya mientras va armando su equipaje de vida para el tiempo que viene. La experiencia que nos toca vivir desde hace un año no excluye a nadie, aunque el potencial de aprendizaje y transformación que ella encierra no es automático.
No elegimos vivir la historia que comenzamos a vivir hace un año. Pero es nuestra la actitud ante ella, nuestra disposición a aprender y transformar.
Como decía Viktor Frankl, nuestra libertad última e irrenunciable, la que no se nos puede quitar, es la de decidir cómo respondemos ante aquello que no depende de nosotros.
Y acaso sea ese el más grande aprendizaje ante lo que viene. Para que la historia sea nueva.
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