Tras los pasos del emperador
La nueva Biblioteca La Nación presentará este viernes Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar
Durante su exilio norteamericano, entre el manojo de papeles que Marguerite Yourcenar (1903-1987), en aquel frío atardecer de enero de 1949, se disponía a tirar al fuego junto con las demás cartas amarillentas, los papeles de familia, las viejas fotografías, un encabezamiento le llamó la atención: "Querido Marc...". ¿Quién era Marc? ¿Un amigo, un amante, un pariente olvidado? Apartó esas cuartillas, empezó a leerlas. Y, de pronto, entendió. Marc era Marco Aurelio, su corresponsal era un tal Adriano y ésas eran las palabras iniciales de una narración que, empezada en 1924 y muchas veces reelaborada, el azar (o el destino) acababa de devolverle, dentro de un baúl abandonado en un hotel de Lausana a comienzos de la Segunda Guerra Mundial, cuando Yourcenar partió hacia los Estados Unidos. Un amigo, Jacques Kayaloff, lo rescató, increíblemente, al final de la contienda, y se lo envió a América.
Así, uno de los textos capitales del siglo XX, Memorias de Adriano , estuvo a punto de perderse para siempre. Tal vez su autora lo habría retomado de todas maneras, pero el inesperado reencuentro disparó en ella una actividad febril. A partir de donde lo dejó y desde el 10 de febrero de 1949, siguió escribiendo sin parar, día y noche. Debió por ese tiempo viajar a Nuevo México, donde la esperaba su amiga y compañera, Grace Frick. A bordo de sucesivos trenes, en el camarote, en el vagón panorámico y en una estación donde debió trasbordar, acumuló carillas y carillas colmadas de su curiosa caligrafía, muy redonda y espaciada. "Los pasajes sobre la comida, el amor, el sueño y el conocimiento del hombre, fueron escritos así, de una sola tirada. No recuerdo haber vivido días más ardientes, ni noches más lúcidas", escribió.
¿Por qué precisamente ese emperador romano que vivió entre 76 y 138, nacido en España, como su antecesor y padre adoptivo, Trajano? En 1927, Yourcenar halló en la correspondencia de Flaubert esta frase que la marcó para siempre: "Los dioses ya no estaban y Cristo no estaba todavía, y de Cicerón a Marco Aurelio hubo un momento único, en que el hombre estuvo solo". Adriano se le presentó como un modelo de gobernante: culto, lúcido, administrador honesto, mecenas de las artes, con una visión ecuménica de su tarea y una profunda atención a las necesidades de los muchos pueblos bajo su mando.
Nada conviene más al personaje que la escritura majestuosa y algo enfática de Yourcenar. Este es el largo monólogo de un hombre que, habiendo sido dueño, prácticamente, de todo el mundo entonces conocido, contempla con lucidez la llegada de la muerte. Le escribe a su sucesor, Marco Aurelio, narrándole las peripecias de una vida que, mucho más que a la conquista y el usufructo del poder, habría estado consagrada al perfeccionamiento espiritual y al disfrute de los sentidos, no como simple impulso animal sino como una de las tantas vías de exploración de la naturaleza humana. Sobre gran parte del relato sobrevuela la sombra de Antínoo, el hermoso esclavo bitinio, amante del emperador, voluntariamente ahogado en el Nilo para que los dioses fueran propicios a su amo.
Terminado a comienzos de 1950, Yourcenar ofreció el libro a la editorial francesa Plon, que lo aceptó. Hubo un amago de pleito con un sello rival, Gallimard, que esgrimía un viejo contrato todavía vigente, pero la altiva obstinación de la escritora triunfó al final y Plon lo puso a la venta el 5 de diciembre de 1951. La novela se convirtió de inmediato en un éxito arrollador de público y de crítica. Es uno de esos libros de los que puede afirmarse rotundamente que perdurará. Un clásico, tal como su autora, primera mujer recibida en la Academia Francesa en 1981, lo deseaba.
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