Una supuesta piel de brontosaurio observada en la infancia lanzó al escritor inglés a explorar la Patagonia, territorio al que consideraba mítico y al que le dedicó su libro más notable
Dejé atrás el río Negro y seguí viaje rumbo al sur, en dirección a Puerto Madryn.
Ciento cincuenta y tres colonos galeses desembarcaron allí del bergantín Mimosa, en 1865. Eran gentes pobres que buscaban un Nuevo Gales, refugiados de estrechas cuencas carboníferas, de un movimiento independentista fracasado y de la prohibición del galés en las escuelas. Sus líderes habían rebuscado en la tierra una extensión de campo raso que no estuviera contaminada por los ingleses. Eligieron la Patagonia por su absoluta lejanía y pésimo clima: no pretendían enriquecerse.
El gobierno argentino les concedió tierras a lo largo del río Chubut. Desde Madryn había que recorrer un trayecto de sesenta kilómetros por el desierto espinoso. Y cuando llegaron al valle les pareció que quien les había dado la tierra había sido Dios, no el gobierno.
Recorrí la explanada y observé la línea uniforme de acantilados que se expandían en torno de la bahía. Su gris era más claro que el del mar y el cielo.
Puerto Madryn era una ciudad de pobres edificios de hormigón, chalés de hojalata, barracas de hojalata, y un jardín barrido por el viento. Había un cementerio con cipreses oscuros y resplandecientes lápidas de mármol negro. La calle Saint Exupéry recordaba que la tormenta de Vol de nuit se había desarrollado en alguno de aquellos parajes.
Recorrí la explanada y observé la línea uniforme de acantilados que se expandían en torno de la bahía. Su gris era más claro que el del mar y el cielo. La playa era gris y estaba sembrada de pingüinos muertos. A mitad de camino se levantaba un monumento de hormigón en memoria de los galeses. Parecía la entrada de un bunker. Sobre sus flancos tenía embutidos relieves de bronce que representaban la Barbarie y la Civilización. La Barbarie mostraba a un grupo de indios tehuelches, desnudos, con músculos dorsales laminados al estilo soviético. Los galeses estaban del lado de la Civilización: ancianos barbudos, jóvenes con guadañas, y muchachas pechugonas con bebés.
A la hora de la cena, el camarero lucía guantes blancos y me sirvió un cordero carbonizado que rebotó sobre el plato. Un inmenso mural de gauchos que arreaban ganado hacia un crepúsculo anaranjado se desplegaba sobre la pared del restaurante. Una rubia anticuada capituló ante el cordero y se dedicó a pintarse las uñas. Un indio entró borracho y se echó al coleto tres jarras de vino. Sus ojos eran ranuras incandescentes en el escudo de cuero rojo de su rostro. Las jarras eran de plástico verde con forma de pingüinos.
***
Tomé el micro nocturno del valle de Chubut. A la mañana siguiente estaba en la ciudad de Gaiman, en el centro de la Patagonia galesa actual. El valle tenía unos siete kilómetros de ancho, y consistía en una red de campos irrigados y barreras de álamos, todo ello implantado entre los taludes blancos del barranco: un valle del Nilo en miniatura.
Las casas más antiguas de Gaiman eran de ladrillo rojo, con ventanas de guillotina, pulcros huertos y hiedra domesticada para crecer sobre los porches. Una casa se llamaba Nith-y-dryw, "El nido del reyezuelo". Dentro, las habitaciones estaban encaladas y tenían puertas pintadas de marrón, picaportes de bronce lustrado y relojes de péndulo. Los colonos habían llegado con pocos bienes personales, pero se habían aferrado a los relojes de su familia.
La casa de té de la señora Jones se hallaba en el otro extremo de la ciudad, donde el puente conducía a la capilla. Sus ciruelas estaban maduras y su jardín estaba lleno de rosas.
–No puedo moverme, querido –gritó desde adentro–. Tendrás que entrar y conversar conmigo en la cocina.
Era una octogenaria rechoncha. Se hallaba sentada y envarada frente a una mesa de pino muy fregada, rellenando tartas de cuajada de limón.
–No puedo moverme ni una pizca, querido. Estoy lisiada. Tengo artritis desde la inundación y deben transportarme a todas partes.
La señora Jones señaló la línea que marcaba el lugar hasta donde había llegado la riada, por encima del friso pintado de azul, sobre la pared de la cocina.
–Aquí me quedé varada, con el agua hasta el cuello.
Había llegado hacía casi sesenta años desde Bangor, en Gales del Norte. Desde entonces no había salido del valle. Recordaba a una familia que yo había conocido en Bangor y comentó:
–Qué curioso, el mundo es pequeño. No lo creerás –prosiguió–. No si me ves tal como soy ahora. Pero en mis buenos tiempos fui una beldad.
Y me habló de un chico de Manchester y de su ramo de flores y de la riña y de la partida y del barco.
–¿Y cómo está la moral allá por casa? –preguntó–. ¿Baja?
–Baja. Aquí también está baja. Con todas estas matanzas. No se sabe dónde terminará todo.
El nieto de la señora Jones ayudaba a atender la casa de té. Comía más pasteles de lo conveniente. Llamaba a su abuela "Granny", en inglés, pero por lo demás no hablaba inglés ni galés.
Dormí en la Draigoch Guest House. Sus propietarios eran unos italianos que ponían canciones napolitanas en el tocadiscos automático hasta altas horas de la noche.
Estos fragmentos pertenecen a En la Patagonia (Editorial Península). Trad.: Eduardo Goligorsky
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